EL CONEJO, EL HORTELANO Y LA ZORRA


Gustábanle al señor Conejo las coles tiernas y apetitosas; y de ellas se hartaba a su sabor en una huerta vecina. Advirtió el hortelano que sus coles desaparecían; y así, con el mayor disimulo posible, puso entre ellas un lazo, colgándolo do un palo. No tardó el ladronzuelo en caer en él, quedando suspendido en el aire.

-¡Hola! -díjole el hortelano al verle-, ¿de modo que eras tú el que te comías mis coles? Espera un momento; deja que vaya por una estaca y ya verás cómo nos entendemos.

Fuese el hombre al bosque a cortar un buen palo, y entretanto acertó a pasar cerca del señor Conejo la señora Zorra.

-¿Qué haces ahí con esa soga al cuello? -le preguntó la señora Zorra.

No contestó el señor Conejo, sino que sonriente se balanceaba en el aire.

-No es nada -dijo al fin- figúrese, señora Zorra, que me han atado para que no me escape y llevarme con ellos por fuerza.

-¿Ir con quién? -le preguntó curiosa la señora Zorra.

-Con unos amigos a un banquete de boda. Yo no quiero ir porque mis pequeñitos están con fiebre, y mi sentimiento es que no puedo avisar al médico.

-Mira -le dijo la señora Zorra-. Yo iré por ti a la fiesta, pues tengo mucha hambre y en aquel festín podré sacar la panza de mal año. Espera que te desate y corre a buscar al doctor y entretanto yo me quedaré en tu lugar.

En un abrir y cerrar de ojos puso la señora Zorra en libertad al señor Conejo, y metió ella la cabeza en el nudo.

Llegó al poco rato el hortelano armado de un garrote.

-¡Caracoles! -exclamó-. He oído hablar de personas que se encogían de miedo, pero tú eres el primero que de miedo te has hinchado y no una friolera, pues eres cuatro veces mayor, y si mal no reparo hasta el color de tu piel ha cambiado. Espera que te sacuda el polvo.

Y dio a la pobre señora Zorra tal paliza que se le rompió la estaca y hubo de volver al bosque por otra.

-¡Eh, señora Zorra! -le gritó el señor Conejo, que estaba por allí, oculto entre unas matas-. ¿No ha pasado todavía la boda?

-Por lo que más quieras, quítame esta cuerda o de lo contrario ese bruto acabará conmigo. Todo te lo perdono y no te haré daño alguno -le suplicó la desgraciada.

Puso el señor Conejo en libertad a la apaleada señora Zorra, y cuando ya volvía el hortelano con un mastín, ella y el señor Conejo huían por aquellos campos a más no poder.