Alicia y la reina de corazones


Consiguió, por fin, Alicia penetrar en el hermoso jardín, pero no fue sin haberse comido antes otro pedacito de seta para decrecer hasta treinta centímetros, y luego de haberse provisto de la llavecita de oro. Así pudo deslizarse por la diminuta puerta.

A la reine de coeurs le gustaba extraordinariamente mandar cortar cabezas. “¡Abajo esa cabeza!”, decía por modo invariable cuando le disgustaba alguna cosa. A la pequeña Alicia le preguntó muy luego si quería jugar con ella al croquet. Pero las reglas del juego eran muy caprichosas. En vez de mazos, se servían de flamencos vivos, y las puertas las formaban soldados puestos a gatas, es decir, sosteniéndose con las manos y los pies. Y lo peor era que, como pelotas, se utilizaban erizos, los cuales, en diferentes ocasiones, echaban a correr antes de que pudieran ser tocados por las mazas de los jugadores.

La reina sostenía una gran disputa con la duquesa y quería cortarle la cabeza. Encontróse, pues, Alicia con que en aquel hermoso jardín no pasaban las cosas tan agradablemente como ella hubiese deseado. Pero, terminado el juego, le dijo la reina:

-¿Has visto ya a la falsa tortuga?

-No -contestó Alicia-; ni siquiera tengo la más remota idea de lo que puede ser ese bicho.

-Es el animal que se utiliza para hacer la falsa sopa de tortuga -dijo, muy seria, la reina.

-No sé lo que puede ser eso -advirtió Alicia.

-Ven conmigo -dijo entonces la reina- y te explicaré la historia.

Marcháronse juntas. De paso oyó Alicia cómo el rey decía, dirigiéndose a una multitud:

-Estáis todos perdonados.

-Menos mal, pensó Alicia, cuyo corazón habíase sentido sobresaltado por las ejecuciones ordenadas por la reina de Corazones.

Pronto se encontraron junto a un grifo que estaba durmiendo al sol.

-¡Arriba, holgazán! -gritó la reina-. Conduce a esta señorita a la presencia de la falsa tortuga, para que sepa su historia. Debo volverme a ver si se cumplen las ejecuciones que tengo ordenadas.

Y. sin decir más, se marchó y dejó sola con el grifo a la pequeña Alicia.

A ésta no le cayó en gracia el grifo ni mucho ni poco, sobre todo por su extraña manera de mirar a la gente; pero pensó después que era preferible la compañía del grifo a la de una reina salvaje.

El grifo levantóse, se restregó los ojos, contempló a la reina alejarse y exclamó luego:

-¡Qué divertido!

-¿Qué es lo divertido? -interrogó Alicia.

-Lo divertido es la reina -contestó el grifo-. Siempre está viendo visiones. Aquí no se ejecuta a nadie, a pesar de todos sus mandatos. Vamos, ven conmigo.

“Aquí todo el mundo dice ven”, pensó Alicia, caminando al lado del grifo. “Nunca me habían mandado tanto, ¡nunca!”

No habían ido muy lejos, cuando descubrieron a la falsa tortuga, que estaba sentada, triste y sola, en lo alto de una roca. Al acercarse vio Alicia cómo suspiraba, y tan profundamente, que no parecía sino que se le saliera el corazón con cada suspiro. Se apiadó de la infeliz.

-¿Cuál es su pena? -preguntó al grifo.

Y éste contestó como si siguiese

hablando de la reina:

-¡Bah! Está viendo visiones. No tiene penas. Ven.

Y se acercaron a la falsa tortuga, que los miró con los ojos llenos de lágrimas, pero sin decir nada.

El grifo expuso:

-Aquí está esta señorita que viene para saber tu historia... quiere saber la señorita... ella quiere...

El grifo hablaba de un modo muy extraño, como si fuera condición de grifos prescindir de la gramática.

-Está bien; se la contaré -dijo la falsa tortuga con voz lacrimosa-. Sentaos y no me interrumpáis hasta que haya terminado.

Sentáronse Alicia y el grifo, pero no pronunció palabra durante algunos minutos. Alicia pensaba:

“Si nunca empieza, no veo cuando puede acabar”.

Pero armándose de paciencia, esperó.

-Era yo -dijo por fin la falsa tortuga, exhalando un hondo suspiro-, una tortuga verdadera.

A estas palabras siguió un gran silencio interrumpido sólo por una seca tosecilla del grifo y por los sollozos de la falsa tortuga. Alicia estaba a punto de levantarse y decir: “Doy gracias a su señoría por su interesante historia”. Se contuvo, sin embargo, pensando que algo más diría la falsa tortuga.

-Cuando éramos pequeños -dijo ésta finalmente, ya más tranquila, pero todavía sollozando de cuando en cuando-, íbamos a la escuela, en el mar. La maestra era una vieja tortuga a la que nosotros solíamos llamar Tortoise.

-¿Y por qué la llamabais Tortoise, si no era éste su nombre? -interrogó Alicia.

-La llamábamos Tortoise, porque era la maestra -contestó enfadada la falsa tortuga-. ¡Qué tonta eres, mujer!

-Debería darte vergüenza preguntar una cosa tan sencilla -observó el grifo.

Y luego el grifo y la tortuga permanecieron callados, contemplando a la pobre Alicia, quien habría querido que se la tragara la tierra. Después dijo el grifo a la falsa tortuga:

-Sigue, muchacha; si no vas a emplear en contarnos tu historia todo el día.

La tortuga continuó:

-Sí, fuimos a la escuela, en el mar, aunque no lo creáis...

-Yo no he dicho que no lo creo -interrumpió Alicia.

-Lo pensabas -advirtió la falsa tortuga.

-¡Ea, basta de eso! -saltó el grifo, antes de que Alicia pudiera replicar.

Y la falsa tortuga prosiguió:

-Se nos dio la mejor educación posible, y por cierto que ni un solo día dejamos de asistir a clase...

-Yo también he ido a la escuela diariamente -advirtió Alicia-. No tiene motivo para estar tan orgullosa de ello.

-¿Y dabas clase extra? -preguntó la falsa tortuga, picada su curiosidad.

-Sí -contestó Alicia-. Aprendíamos francés y música.

-¿Y a lavar, aprendiste?

-No, por cierto -manifestó Alicia, de mal talante.

-¡Ah, entonces no era una buena escuela la tuya! -exclamó la falsa tortuga, satisfecha-. En la nuestra aprendíamos francés, música y lavado de ropa blanca, todo extra.

-Pues me parece a mí que, viviendo en el fondo del mar, no necesitarías mucho lavar la ropa.

-¡Ah, pero tuve que aprenderlo todo! Era un solo curso regular.

-¿Y cuántas horas diarias teníais de clase?

-Diez horas el primer día, nueve el siguiente y así hasta el final.

-¡Es un sistema muy curioso!

Pero Alicia halló original aquel sistema, y antes de aventurarse en otras observaciones, preguntó:

-Pues el undécimo día, haríais fiesta, ¿no?

-Desde luego -dijo la falsa tortuga.

-¿Y qué hacíais al duodécimo día? -siguió preguntando Alicia.

-Bueno; basta de lecciones -dijo el grifo con decisión-. Cuenta ahora algo de los griegos.

La falsa tortuga suspiró profundamente y se pasó luego una pata por los ojos. Miró a la pequeña Alicia y pareció que iba a decir algo; pero tan profundos eran sus suspiros, que le ahogaban la voz.

-Parece como que tuviera un hueso atravesado en la garganta -advirtió el grifo. Y se puso a darle golpecitos en la espalda, para que se le pasara la congoja.

Por fin, la falsa tortuga pudo hablar, y mientras le corrían abundantes lágrimas por las mejillas, continuó:

-¿No has vivido mucho tiempo en el fondo del mar?

-Ni mucho ni poco -dijo Alicia.

-Y tal vez no te presentaron a una langosta... en el plato o en el baile.

Alicia se puso a pensar: “¿Una langosta? ¡Ah sí; una vez la he comido!” Pero este pensamiento no lo expresó en voz alta, y sólo contestó:

-No; nunca.

-Así no tienes idea de lo que es una cuadrilla de lanceros bailada por langostas -dijo la falsa tortuga.

-No, por cierto -confesó Alicia-. ¿Qué baile es ése?

-¿Cómo? ¿No lo sabes? -preguntó el grifo-. Pues mira; primero se forma una línea a lo largo de la costa...

-¡Dos líneas! -gritó la falsa tortuga-. Focas, tortugas, salmonetes, etc. Y luego de haber limpiado la playa de peces gelatinosos.

-Eso generalmente ocupa algún tiempo -advirtió el grifo.

-Se dan dos pasos adelante...

-Cada uno teniendo por pareja una langosta -volvió a interrumpirla el grifo.

•-Se dan dos pasos adelante -siguió explicando la falsa tortuga- y las parejas evolucionan.

-Se cambian las langostas y se retroceden otros dos pasos -dijo el grifo.

La falsa tortuga continuó:

-Después ¿sabes? se echa a...

-Se echa a las langostas -terminó el grifo, dando una voltereta en el aire.

-Se echa a las langostas al mar, tan lejos como se puede.

-Y se nada tras ellas -siguió diciendo el grifo.

-Se tira una al mar dando un salto mortal -dijo la falsa tortuga, moviendo sus patas.

-Y otra vez se cambian las langostas -chilló el grifo con voz aguda.

-Vuelta a la playa y... Bueno; todo esto no es más que la primera figura -advirtió la falsa tortuga, bajando la voz.

El grifo y la tortuga, que habían estado dando brincos mientras describían el baile, quedáronse ahora quietos y contemplando a la pequeña Alicia.

-Debe ser una danza muy bonita -dijo ésta tímidamente.

-¿Quieres verla bailar? -preguntó la falsa tortuga.

-Me gustaría mucho.

-Ven; vamos a ensayar la primera figura -dijo la falsa tortuga al grifo-. Se puede prescindir de las langostas, ¿sabes? ¿Quién ha de tararear la música?

-Tú cantarás; yo no me acuerdo -manifestó el grifo.

Y comenzaron a bailar solemnemente alrededor de Alicia, pisándole los pies cuando se acercaban demasiado. Movía la falsa tortuga sus patitas delanteras para marcar el compás, mientras tarareaba la música con triste lentitud.

-Gracias; es muy interesante –dijo Alicia contenta de que hubiera terminado la danza.

El grifo se adelantó entonces, diciéndole:

-Ven; cuéntanos algunas de tus aventuras.

-Muchas podría contaros -declaró Alicia-, comenzando por las de esta mañana. La de ayer no hay por qué referirla, pues ayer era yo otra persona.

-A ver, explícanos esto -suplicó la falsa tortuga.

-No, no; primero las aventuras -replicó el grifo con impaciencia-. Estamos perdiendo mucho tiempo.

Alicia comenzó a referir sus aventuras, desde el primer momento en que vio el conejo blanco. Llevaba un rato de narración, cuando resonó a distancia un grito agudo: “¡Se empieza el juicio!”

-Ven -dijo el grifo. Y cogiéndola de la mano la arrastró consigo, corriendo.

-¿De qué juicio se trata? -preguntó Alicia, mientras corrían.

Pero el grifo contestó:

-¡Ven!

Y apretó más el paso.

El rey y la reine de coeurs estaban sentados en el trono, cuando llegaron Alicia y el grifo. Alrededor de los monarcas había una gran multitud -bestias de todas clases, entre ellas muchos pájaros, y todas las figuras de la baraja francesa. Allí estaba la sota encadenada, entre dos soldados que la vigilaban. Cerca del rey vio Alicia al conejo blanco, que sostenía un clarín con una pata y un rollo de pergamino con la otra En el centro del patio había una mesa con una gran bandeja llena de tortas. Las tortas le parecieron a Alicia de tan excelente aspecto, que le entraron ganas de comérselas al punto. “Quisiera que terminase el juicio, pensó, para que comenzara el refresco”. Pero no fue así, y para entretener su aburrimiento, Alicia se puso a mirar lo que pasaba a su alrededor.

Había doce jurados que escribían precipitadamente en unas pizarras.

-¿Qué están haciendo? -preguntó Alicia en voz baja al grifo-. No sé que pueden tener que escribir antes de haber comenzado el juicio.

-Están apuntando los nombres -contestó el grifo también en voz baja-. Sin duda temen olvidarlos antes de que comience el juicio.

-¡Es una estupidez! -declaró Alicia en alta voz y sintiéndose verdaderamente indignada. Pero calló luego, porque el conejo blanco gritaba:

-¡Silencio todo el mundo!

Y el rey se puso los anteojos y miró

por todo el patio, como tratando de

descubrir al que había hablado.

Alicia pudo ver entonces, alargando el cuello por encima de los leguleyos, que éstos estaban escribiendo en sus pizarras: “¡Qué estupidez!” Y advirtió, además, que uno de ellos no sabía escribir la palabra estupidez correctamente, por lo cual le estaba preguntando a su vecino cómo debía escribirse.

“Antes de que haya terminado el juicio, pensó Alicia, no habrá quien entienda lo escrito en las pizarras”.

El pizarrín de uno de los jurados raspaba con un chirridito estridente que le puso a Alicia los nervios de punta. Se fue a dar una vuelta por el patio, porque aquello no lo podía resistir y luego se puso detrás del jurado aquel del pizarrín chillón (era Perico, el lagarto), y se lo quitó de una manotada. Perico no sabía cómo se le había ido el pizarrín, y durante un buen rato lo estuvo buscando por todas partes. Pero al fin tuvo que resignarse a escribir con el dedo por todo el resto del día; lo cual no dejaba de tener su utilidad, pues que el dedo nada escribía en la pizarra.

-Heraldo, lea la acusación -dijo el rey.

En esto el conejo blanco tocó el clarín por tres veces y luego desarrolló el pergamino y leyó:

-La reine de coeurs había hecho unas tortas cierto día de verano; la sota se apoderó de dichas tortas y se las llevó todas.

-Veamos ahora el veredicto -dijo el rey al jurado.

-¡Todavía no, todavía no! -se apresuró a decir el conejo blanco-. Queda por ver mucho, antes de llegar al veredicto.

-¡Llámese al primer testigo! -dijo el rey.

El conejo blanco dio tres toques de clarín y gritó:

-¡Que se presente inmediatamente el primer testigo!

El primer testigo era el sombrerero. Llegó llevando una taza de té en una mano y una rebanada de pan con mantequilla en la otra.

-Ruego a Su Majestad me perdone que me presente así -comenzó diciendo-; pero han venido a buscarme cuando todavía no había acabado de tomar el té.

-Pues ya no es la hora del té -observó el rey-; ¿a qué hora has comenzado a tomarlo?

El sombrerero miró a la liebre, que lo había seguido, dando el brazo al lirón.

-Creo que comencé el catorce de marzo -dijo el sombrerero.

-El quince -rectificó la liebre.

-El dieciséis -añadió el lirón.

-¡Apuntadlo! -dijo el rey a los escribanos.

Éstos apuntaron las tres fechas en sus pizarras, e hicieron luego una suma, una multiplicación y una división, para reducir el total a pesos y pesetas.

-¡Quítate el sombrero! -ordenó el rey al testigo.

-No es mío -dijo el sombrerero.

-A ver, que se anote este pormenor -advirtió el rey al jurado-; el sombrero es producto de un robo.

El jurado siguió escribiendo.

-No; no es eso; es que soy sombrerero, y todos los sombreros que tengo son para vender -declaró el testigo.

Entonces la reina se puso los anteojos y comenzó a mirar fijamente al sombrerero, que se puso pálido y nervioso a la vez.

-Di lo que sepas -manifestó el rey-, y domina tus nervios, o te hago ejecutar en el acto.

Esta advertencia no tranquilizó al testigo; todo lo contrario, se ponía cada vez más inquieto, sin apartar sus ojos de la reina; y era tanta su confusión, que en vez de darle un bocado al pan con mantequilla, se lo dio a la taza de té.

En este momento Alicia sintió una sensación muy chocante, que le extrañó mucho, y empezó a crecer tanto y tanto, que le entraron tentaciones de salir del patio corriendo. Después, reflexionando mejor, decidió estarse queda, mientras quedara suficiente sitio para ella.

-No aprietes tanto -dijo el lirón, que estaba sentado junto a ella-. No me dejas ni respirar.

-No es culpa mía -manifestó Alicia-; es que estoy creciendo mucho.

-Pues, aquí no tienes derecho a crecer -protestó el lirón.

-No digas tonterías -replicó Alicia animosamente-; también estás creciendo tú.

-No lo niego -continuó el lirón-; pero yo crezco de una manera razonable y no ridiculamente.

Malhumorado, levantóse y cambió de sitio.

Durante todo este tiempo la reina no había quitado ojo del sombrerero, cuyo temblor era tan intenso que llegó a perder los zapatos.

-Di lo que sepas -repitió el rey con enojo-. De lo contrario, estés o no estés nervioso, mandaré que te ejecuten.

-Yo soy un pobrecito, Majestad -exclamó el sombrerero con voz temblorosa-. Comencé a tomar mi té hace una semana poco más o menos. Las rebanadas de pan con mantequilla eran muy delgadas...

-Pero ¿qué demonios estás diciendo? ¿Es que me tomas por un zopenco? -inquirió el rey, iracundo-. A ver, sigue.

-Soy un pobrecito. Pero la liebre dijo...

-¡Yo no dije nada! -replicó la liebre en el acto.

-¡Tú lo dijiste! -porfió el sombrerero.

-¡Lo niego!

-Ya ves que lo niega -advirtió el rey-. ¡A otra cosa!

Entonces fue el lirón el que dijo... -declaró el sombrerero tímidamente y mirando a su alrededor, como si temiera que también el lirón pudiera protestar.

Pero el lirón, durmiendo como un tal, no dijo esta boca es mía.

-Después de esto -siguió el sombrerero declarando-, corté más pan y lo unté con mantequilla.

-Pero ¿qué dijo el lirón? -interrogó uno de los jurados.

-De lo que dijo no me acuerdo -afirmó el testigo.

-Pues debes hacer memoria -advirtióle el rey- o te haré ejecutar.

El desgraciado sombrerero dejó caer su taza de té y su pan con mantequilla, y se arrodilló.

-Soy un hombre pobre, Majestad; soy un pobrecito...

-Lo que tú eres es un charlatán muy pobre -dijo el rey.

En estos momentos, como un cochinillo de Guinea se mostrase excesivamente regocijado, uno de los oficiales de guardia lo suprimió al instante.

-Si eso es todo lo que sabes -dijo el rey al testigo-, bájate inmediatamente.

-No puedo bajar más -advirtió el sombrerero-; estoy ya en el suelo.

-Pues siéntate -ordenó el rey.

Otro cochinillo de Guinea dio un chillido y sin más fue suprimido como su compañero.

-¡Vaya! -pensó Alicia-. Van a dar fin con los pobres cochinillos. Así irán mejor las cosas.

-Lo que yo quisiera es terminar mi té -dijo el sombrerero, mirando con terror a la reina.

-Puedes marcharte -manifestó el rey.

El sombrerero se apresuró a usar de este permiso, tratando de salir y sin cuidarse de recoger sus zapatos. Pero la reina dijo a uno de sus oficiales:

-Y cuando esté afuera, cortadle la cabeza.

Por fortuna, el sombrerero se había dado tal prisa en salir, que el oficial ya no pudo alcanzarlo.

-¡Que venga otro testigo! -ordenó el rey.

Vio Alicia que el conejo blanco examinaba la lista de testigos y sintió curiosidad por conocer al segundo.

“Hasta ahora no se saca ni lo que el negro en el sermón”, pensó. Pero ¡cuál no sería su sorpresa al oír que el conejo blanco pronunciaba su nombre, dando un grito sobreagudo!

-¡Aliciaaaa...!

-¡Aquí estoy! -dijo ésta. Y olvidando lo que había crecido durante los últimos minutos, de un salto se plantó ante Sus Majestades; pero fue tal su empuje que con el revuelo de la falda hizo rodar por el suelo la tribuna del jurado, y los pobres jueces salieron despedidos como por el vendaval; de suerte que se vinieron al suelo, y allí quedaron desparramados y molidos. El accidente hizo recordar a Alicia un caso que le ocurrió la semana anterior, cuando, al rompérsele una pecera, rodaron por tierra los pobres pececillos de colores.

-¡Oh, suplico que me perdonen! -dijo con voz acongojada. Y luego, aceleradamente, comenzó a recoger a los maltrechos jurados, para volver a dejarlos en su tribuna, según hizo con los peces de colores, para meterlos en un vaso lleno de agua. Pensaba Alicia que igual debía tratarse a aquellos pobres leguleyos que a los peces, para que no se murieran.

-El juicio no puede continuar -manifestó gravemente el rey- mientras todos los jurados no estén otra vez en su sitio.

Y al decir esto echó a Alicia una mirada terrible.

Alicia se volvió hacia la tribuna y vio que, con la prisa, había colocado al lagarto cabeza abajo; el pobrecito estaba moviendo la cola melancólicamente sin poderse valer. Corrió Alicia a sacarlo de tan apurada situación, aunque estaba pensando: “Bien es cierto que para lo que sirve en el juicio, lo mismo da que esté cabeza abajo, que cabeza arriba”.

Así que el jurado se hubo repuesto del susto y estuvieron todos en su sitio y se les dieron otra vez las pizarras y los pizarrines, todos se apresuraron a tomar nota del accidente. Pero el lagarto no pudo seguir escribiendo -¡tan emocionado estaba!-y permaneció con los ojos fijos en el techo y con la boca abierta.

-¿Qué sabes tú de este asunto? -preguntó el rey a Alicia.

-Yo, nada.

-Escríbase lo que acaba de declarar la testigo, que es muy importante -dijo el rey al jurado.

Los leguleyos escribieron rápidamente en sus pizarras, pero vino a interrumpirles el conejo blanco, que hizo notar:

-El rey ha querido decir no importante.

Y al hablar así. inclinóse ante Sus Majestades, haciendo una profunda reverencia.

--Esto es: no importante, quise decir -advirtió el rey. Y repitió a media voz, como si hablase consigo mismo-: No importante... no importante... importante.

Parecía medir con gravedad el alcance de la palabra. Por su parte, los jurados escribieron unos: No importante, y otros: importante; así como para que hubiera para todos los gustos.

En este momento el rey, que había intentado escribir algo en su libro de notas, exclamó:

-¡Silencio!

Y luego leyendo:

-Artículo 42: Todas aquellas personas cuya talla exceda de un kilómetro estarán obligadas a abandonar la corte.

Todo el mundo se fijó en Alicia.

-No tengo un kilómetro de estatura -dijo ésta.

-Lo tienes -declaró el rey.

-Casi dos kilómetros -advirtió la reina.

-Está bien -manifestó Alicia-; de todas maneras no pienso marcharme. Además, este artículo no estaba escrito; lo has inventado tú en este mismo instante.

-Es el artículo más antiguo del libro -declaró el rey.

-Entonces debería ser el número uno -hizo notar Alicia.

El rey se puso pálido, y se apresuró a guardar su libro de notas.

-¡Que se vea el veredicto!- dijo volviéndose al jurado; y su voz temblaba.

-No, no; la sentencia primero -ordenó la reina.

-¡Qué tontería! -exclamó Alicia-. ¿Por qué se ha de ver primero la sentencia?

-¡Cállate la boca! -replicó la reina, poniéndose muy colorada.

-¡No me da la gana!

-¡Que le corten la cabeza! -gritó la reina.

Nadie se movió de su sitio.

-¿Lo ves? ¿Quién ha de hacerte caso? -dijo Alicia-. No eres más que una figura de la baraja.

En estos momentos la estatura de Alicia era la normal.

Y sucedió que toda la baraja echóse sobre ella con tal violencia, que la pobre Alicia lanzó un grito, entre enfadada y medrosa, y trató de escapar de la lluvia de naipes; hallóse entonces tumbada sobre el banco y sirviéndole de almohada las rodillas de su hermana, quien le estaba quitando cariñosamente algunas hojas secas desprendidas de los árboles y que habían caído sobre su carita.

-Despiértate, querida Alicia -decía la hermana-. ¡Has dormido mucho!

-¡Oh, estaba soñando unas cosas tan interesantes! -exclamó Alicia. Y contóle a su hermana, todo lo bien que supo y pudo recordar, las aventuras extraordinarias que acabamos de leer. Cuando hubo terminado, la hermanita le dijo, mientras la besaba:

-Muy curioso es tu sueño, querida mía. Pero ahora vámonos a merendar, porque ya es la hora.

De suerte que Alicia levantóse y echó a correr con su hermana, para ir a tomar el té. Y mientras corría, aún estaba pensando y tratando de recordar con todos sus pormenores el maravilloso sueño que había tenido. 


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