Cómo destruyó el Nautilus al barco de guerra desconocido


A los pocos segundos el ruido del agua que entraba en el depósito nos indicó que nos sumergíamos, y pronto las máquinas desarrollaron toda su velocidad mientras el Nautilus desaparecía bajo el mar. Luego lodo el submarino tembló: hubo un choque y advertimos claramente que algo se desgajaba con violencia por encima. El terror de los mares había pasado por ojo al otro barco como pasa una aguja a través de la lona. Horrorizado corrí al salón y hallé al capitán Nemo mudo y sombrío, de pie ante la compuerta de babor, que acababa de correrse de nuevo, contemplando con visible satisfacción el barco destrozado que se hundía con todos sus tripulantes en los profundos abismos. El Nautilus sumergióse con él a fin de que su terrible capitán no perdiese un detalle del horroroso espectáculo que ofrecían sus víctimas descendiendo a su tumba líquida. Cuando lo hubimos presenciado todo, dirigióse a su camarote, y siguiéndole yo allí, pude ver colgados en la pared los retratos de una mujer joven aún y de dos niños. Los contempló un rato, extendió hacia ellos los brazos, y momentáneamente se serenó su rostro, desapareciendo de él aquella sombría nube de odio que lo envolvía. Cayó de rodillas y rompió en amargo llanto. Con todo, me horrorizaba aquel hombre, que, a pesar de haber sufrido terriblemente, no tenía derecho a vengarse así.

Navegaba el Nautilus a toda velocidad. Los instrumentos de a bordo indicaban rumbo al norte. ¿Hacia dónde corría? Recorrimos aquella noche doscientas leguas marinas a través del Atlántico. Siempre adelante sin disminuir la velocidad y sin que en ningún momento pudiéramos ver al capitán o a su segundo ninguno de los tres prisioneros, continuó esta temeraria carrera por espacio de quince o veinte días.