Un día con los bizarros "cazadores de gorras" de Tarascón


Todos los domingos por la mañana salían los cazadores con sus escopetas y municiones, seguidos de sus perros, y por la noche volvían bien satisfechos del deporte del día. Y para remediar la falta de caza, se ingeniaban del siguiente modo: cada individuo, al salir por la mañana, llevaba consigo una gorra nueva y flamante, y cuando llegaban a un punto despejado de la campaña y estaban preparados para el deporte, sacaban sus gorras, las arrojaban al aire, y tiraban a ellas mientras caían a tierra. Por la noche se los veía volver con sus gorras acribilladas, prendidas de las bocas de sus escopetas; y entre todos estos valientes Tartarín era el más admirado, pues en las tardes de los días de caza entraba siempre en la ciudad con la gorra más destrozada de todas.

En punto a la caza de fieras no se había escrito nada que Tartarín no hubiese leído, y tampoco existía particularidad alguna, relativa a las mismas, que él no conociera por experiencia. Pero a sus amigos les bastaba que Tartarín fuese el rey de los tiradores de gorra; y así podía vérsele todas las noches sentado en la tienda de Costecalde, el armero, exponiendo sus opiniones sobre la caza, delante de un auditorio de conciudadanos, admiradores suyos, que lo consideraban con indudable respeto.