De cómo el gran hombre suspiraba por alguna aventura sensacional


Antes de salir de su quinta para ir al consabido club, acostumbraba regularmente ejercitarse con las espadas y pistolas, a fin de estar preparado para el caso de que ellos -es decir, los piratas, bandidos u otra cosa parecida- le acometiesen, y hasta escogía el más largo y oscuro camino para probar cuan valeroso era y lo poco que le importaba el peligro. Pero todas las noches ocurría lo mismo: después de inspeccionar todo el trayecto, y de pararse fuera de la puerta en espera de alguna aventura, entraba, por fin, en el club, murmurando: -¡Nada! ¡Nada! ¡Siempre nada! -y se pasaba el rato jugando a la baraja hasta muy altas horas.

No obstante su deseo de viajar y de aventuras. Tartarín no había pasado de Beaucaire, ciudad no muy distante de Tarascón, pues está situada al otro lado del Ródano y Unida a Tarascón por medio de un puente. Pero este desdichado armatoste había sido arrastrado a menudo por las avenidas y, en tiempo de Tartarín era tan largo y desvencijado que... ¡voto a bríos! ¡vamos! no digamos más... Tartarín prefería andar por tierra firme; pUes a pesar de su espíritu aventurero, era algo precavido, y en realidad había dos hombres en Tartarín. El uno le decía: “Cúbrete de gloria”; y el otro le aconsejaba: “Cúbrete de franela”. Un Tartarín, imaginándose en lucha con los pieles rojas, pedía: “¡Un hacha! ¡Un hacha! ¡Que me den un hacha!”, y otro Tartarín, sabiendo lo bien que se hallaba al amor del calórenlo del hogar, tocaba el timbre y decía: “Juana, mi café”. Tartarín, era en realidad, don Quijote y Sancho Panza reunidos en uno, y ésta es la causa por la cual no se había arriesgado todavía a salir de Tarascón; la gran causa que lo mantenía indeciso.