Las terribles rocas de Douvres y la sentencia del capitán Clubín


Despojándose de la mayor parte de sus prendas y ciñendo un cinturón alrededor del talle con la preciosa petaca, sumergióse en el mar. Había mucho fondo, y él braceó bien, pero de pronto se sintió cogido por un animal extraño en cuyas garras había de hallar la muerte.

La tripulación y los pasajeros llegaron a salvo, por la noche, a Saint-Sampson, y fue inmensa la consternación al saber que la Durande había naufragado en los escollos de Douvres. Lethierry no acababa de convencerse de su ruina. Hallábase atontado, como si hubiese perdido la razón. El patrón de una falúa que acababa de llegar contaba que había visto al vapor naufragado, y esperando a que cesara la tempestad, reconoció que había sido lanzado a lo alto entre los dos gigantescos pilares de las rocas de Douvres. No vio señal alguna de Clubín. Añadió que el casco hallábase destrozado, pero que la máquina estaba intacta.

Por un momento recobró los ánimos el viejo Lethierry, al saber que se había salvado la máquina; pero sólo por un momento. Conocía harto bien la terrible naturaleza de aquellos escollos, su corto espacio, y el trabajo increíble que sería menester para sacar la máquina de entre andamios y tablones.

-No, la cosa es imposible -dijo el capitán de la falúa como si leyera los pensamientos de Lethierry-. Es imposible que haya un hombre que vaya a aquellas terribles rocas y salve la máquina de la Durande.