El hombre que fue a matar a la muerte


(Cuento narrado por el perdonador)

En aquella época llamábase perdonador al encargado de conceder la “indulgencia papal” o el perdón de los pecados, que el Sumo Pontífice otorgaba a los fieles.

Vivían en Flandes varios jóvenes disolutos que practicaban toda clase de locuras e inmoralidades. Tres de esos desalmados hallábanse un día sentados a la mesa de una taberna, bebiendo vaso tras vaso, cuando se oyó una campana que tañía por un difunto. Llamó uno a su criado para que fuera a inquirir el nombre del muerto. El domestico replicó que no necesitaba salir a la calle para saber quién era el fallecido,

-Dijéronmelo dos horas antes de que vuesas mercedes viniesen. El muerto era un antiguo camarada de vueseñorías, que fue asesinado sobre su propio asiento mientras bebía, por un ladrón silencioso llamado “la Muerte”, que había matado ya un millar de apestados en este país. El relato del criado fue confirmado por el tabernero, quien añadió que la Muerte se había cebado aquel año en los hombres, mujeres y niños de un gran pueblo distante una milla.

En esto, uno de los fanfarrones invitó a sus compañeros a unirse a él, a fin de buscar a la Muerte para matarla. Y los tres encamináronse hacia el referido pueblo a cumplir con lo que se habían propuesto. Por el camino encontraron a un anciano, el cual les pidió limosna.

-Mira, vejancón -dijéronle-; di-nos dónde está la Muerte que asesina a todos nuestros amigos, o perecerás tú a nuestras manos.

-Señores -repuso el anciano-, si tantas ganas tenéis de encontrar a la Muerte, seguid este camino tortuoso y la encontraréis en aquel bosquecillo, debajo de una encina, donde yo acabo de dejarla.

Al saber esto, los tres bravos dirigiéronse corriendo en la dirección indicada y al llegar al árbol hallaron gran cantidad de monedas de oro en varias pilas. Ya no pensaron más en continuar buscando a la Muerte.

-La Fortuna -dijo el más joven de los tres- nos ha dado estos tesoros para que podamos vivir con alegría. Debemos llevárnoslos a mi casa o a la vuestra, cuando sea de noche, porque, si nos vieran con ellos durante el día, nos ahorcarían por apoderarnos de lo ajeno.

Propuso uno echar suertes para saber quién iría a la ciudad en busca de comestibles y vino; los otros dos se quedarían a guardar el tesoro.

La suerte cayó en el más joven, y. cuando hubo partido, uno de los otros dos dijo a su compañero que seria lo mejor dividir aquel oro entre ellos.

-Los dos juntos somos más fuertes que él solo -dijo-; y cuando nuestro compañero regrese, procura entretenerlo de cualquier modo y yo lo heriré con la daga, y si tú, por tu parte, procuras contribuir a despacharlo para el otro mundo con la tuya, todo este dinero será nuestro para satisfacción de nuestros deseos. y para poder jugar a los dados cuando nos acomode.

Asintió a ello el segundo rufián y así quedó convenido. Pero el más joven de los tres, a quien asaltaban también malvados pensamientos mientras se dirigía a la ciudad, buscaba el modo más expedito de apoderarse de todo aquel oro, y hallólo al fin. Fuese a una farmacia y dijo al mancebo que. como en su casa no podían vivir tranquilos por el gran número de ratones que por ella pululaban, le diese algún veneno bastante active, para destruirlos. Dióselo el mancebo; llenó luego el mensajero las botellas de vino, y volvió al punto donde lo aguardaban sus compañeros, a quienes dio el vino envenenado; él bebería de otra botella que no contenía nada del tósigo. Cuando los otros dos malvados hubieron asesinado al más joven, dijeron entre ellos:

-Sentémonos y bebamos alegremente antes de enterrarlo. Y uno. cogiendo una botella del vino envenenado, bebió, y diola a su compañero, que bebió a su vez.

Así que, habiendo muerto también ambos envenenados, tuvieron fiel cumplimiento las palabras pronunciadas por el anciano: hallaron a la Muerte debajo de la encina.