Un poema de la naturaleza sudamericana


Un joven colombiano, Arturo Cova, de corazón violento, brilló como poeta en Bogotá. Enamorado de una bella mujer, Alicia, la rapta y huye con ella hacia los llanos de Casanare. Su primera aventura se produce en el encuentro con un astuto salteador llanero, el Pipa, quien le roba uno de los caballos enjaezados en que viajan. Por suerte, la providencia le guarda en su fuga, en la persona de Rafael, antiguo amigo de su padre, que se convierte en útil baquiano para la pareja. Con él llegan a la fundación de “La Maporita”, donde los recibe, en ausencia del dueño Fidel Franco, su esposa Griselda, quien les ofrece hospitalidad generosa. Y con acento cálido les refiere que Barrera había venido a llevar gente para las caucherías del Vichada:

-Es la ocasión de mejora: dan alimentación y cinco pesos por día. Así se lo he dicho a Franco.

-¿Y qué Barrera es el enganchador? -preguntó don Rafael.

-Narciso Barrera que ha traído mercancías y morocotas para da y convida...

-¿Se creen ustedes de esa ficha?

-¡Cayese, don Rafo! ¡Cuidao con desanima a Fidel! ¡Si le tá ofreciendo plata anticipáa y no se resuelve a deja este pegujal! ¡Quiere más a las vacas que a la mujé! Y eso que nos cristianamos en Pore, porque sólo éramos casaos militarmente.

A los tres días, muy de noche, llegó el patrón, al cual le cuadraba el apellido de Franco por el acento viril y el modo abierto de dar la mano; advertíase, por su aspecto, que era hombre de buen origen.

Ha venido repentinamente porque supo que en su ausencia, llegaron a “La Maporita” unos foragidos mandados por Barrera, quien deseaba intimidarlos para conseguir sus propósitos.

-Y ¿cómo está el hato? -le pregunta don Rafael a Franco.

-Ni sombra de lo que fue. Ese Barrera lo ha trastornado todo. Mejor que le prendieran candela. Suspendidos los trabajos, los vaqueros se emborrachaban, dejando matar los caballos por los toros; ante el señuelo del viaje a las caucherías, ninguno pensaba más que en divertirse, porque se creían que estaban en vísperas de hacerse ricos.

Franco, don Rafael y el peón Correa salen a recoger el ganado de “La Maporita”, y queda dueño de casa Cova con las mujeres. Éste sospecha que Barrera anda cortejando a Griselda y también puede atreverse a cortejar a Alicia, por las atenciones y gentilezas que gasta cuando los visita. Comienza a vigilarlo y una noche le tiende una celada, pero el otro sospecha y no se acerca.

Cova y Alicia se hacen al salvaje ambiente de “La Maporita”. El viejo Zubieta, dueño del hato, ofrece un negocio: les da al fiado mil o más toros a bajo precio, a condición que los encierren. Franco acepta, ofrece su propiedad como fianza, sale a contratar jinetes con Rafael y el negro Correa. Arturo Cova queda nuevamente a cargo de la fundación y las mujeres. Más tarde, embravecido por el alcohol y los celos, disputa con Alicia y Griselda y se va al hato en busca de Barrera para provocarlo. Se improvisa una partida de dados por dinero entre Zubieta, Barrera, Cova y una mujer, Clarita, que simpatiza con Arturo. Al comprobar que Barrera es tahúr y lleva los dados cargados para ganar con trampa, Arturo lo desafía; alguien rompe la lámpara, y en la oscuridad y el tumulto, Cova es herido en un brazo y va a ser asesinado, cuando alguien pone en sus manos un winchester, con el que se defiende. Al llegar el día, el tuerto Mauco le cura la herida con aguardiente y “la oración del Justo Juez”, y el viejo Zubieta le pide desquite por las 250 coronas que ha perdido, en las riñas de gallos, que han de realizarse el próximo domingo. Dominado por el alcohol, los celos y el deseo de venganza, Cova olvida sus deberes para con las mujeres que quedaron a su cargo y permanece entre los jugadores. Y el domingo, en tanto el gallero, arrimado al palenque, gritaba: “¡Hurra, poyito! ¡Al ojo, que es rojo; a la pierna, que es tierna; al ala, que es rala; al pico, que es rico; al pescuezo, que es tieso; al codo, que es godo; a la muerte, que ésa es mi suerte!”, regresa Fidel Franco con los jinetes contratados y se reúne con Cova. “¿Y cómo están en "La Maporita"?”, pregunta. A éste le da vergüenza confesar que nada sabe de la casa ni de las mujeres que allá quedaron desamparadas. Se van a recoger el ganado y luego a reunirse con Alicia y Griselda. Una novedad peligrosa los espera: en su ausencia han asesinado al viejo Zubieta para robarle los enterramientos de morocotas. Barrera los ha acusado ante el juez de ser ellos los autores del crimen. Van a “La Maporita”: las mujeres ya no están y sospechan que se han ido con Barrera. Llenos de odio, antes de salir a perseguirlos para castigarlos con la venganza, enloquecidos de celos prenden fuego a la casa: la lengua del fósforo hizo vibrar los flecos de la palmiche, las chispas multiplicaron el estrago en la cocina y el caney. A la manera de la víbora mapanare, que vuelve los colmillos contra la cola, la llamarada se retorcía sobre sí misma; ahumando la limpidez de la noche, el viento puso alas a la candela. Y se fueron con Franco y Correa hacia el Vichada. El Pipa los conduciría a los platanares silvestres de Macucuana, sobre el turbio Meta. Vivieron unos días entre indios guahibos y se despidieron después de las últimas palmeras y moriches de los llanos. Ya estaban pasando necesidades y hambre, cuando toparon cierta vez, por el curso del Vichada, con una canoa que apagó su farol. Acechan, y cuando la iban s. asaltar, el dueño se da a conocer: “¡Soy Helí Mesa!” Ha sido soldado de Fidel Franco y le trae alimentos y bebidas. Pregúntanle si sabe algo de los caucheros y él les informa que el tal Barrera se robó esa gente y se los lleva para el Brasil, a venderlos en el río Guainía. ¡Cualquier pudiente daría por Griselda y Alicia hasta 10 quintales de goma! Van, pues, a buscar a los forajidos. ¡A libertar a los enganchados! ¡Estarán en el siringal de Yaguanarí! “¡Yo soy la muerte y estoy en marcha!”, jura Arturo Cova.

Los indios maipureños, que los acompañan, al llegar al Inírida suplican al jefe: “Déjenos regresar; estas aguas son malditas, hay caucherías y guarniciones, trabajo duro, gente maluca, matan los indios- No les permiten volver”.

A las pocas noches, Cova oye gritos. “¡Mátalos, mátalos!”, decía Mesa. Acude presuroso revólver en mano: “¡Estos bandidos iban a largarse en la canoa! ¡Querían botarnos en estas selvas, a morir de hambre!” A los dos días en unos torrentes se pierde la curiara y se ahogan los dos indios maipureños. Y pocos días después el Pipa y los indios guahibos se picurean. No quedan más que los cuatro: Cova, Franco, Mesa y Correa.

Improvisan una balsa y, a falta de remos, bracean a la otra orilla, cerca del Papuhagua. Descubren un vigía en lo alto de un zarzo- Es un anciano alto y delgado, armado, que guarda provisiones en cantidad y hace de centinela. Explícales que el coronel Funes -un cauchero poderoso- vive en guerra a muerte con el Cayeno, francés dueño de gomales, llamado así porque se fugó de la cárcel de Cayena en las Guayanas.

Saben por este vigía que hace poco pasaron el Pipa y los indios. Cova descubre que son paisanos y le pide qué los oriente, que se encargue de la suerte de todos.

-¿El Cayeno no puede volver? -le pregunta.

-No, fue a caño Grande a robar caucho y a cazar indios. La turca Zoraida Ayram ha venido a cobrarle.

-Llévenos a ella.

-Bueno, la conozco, trabajé para ella, luego me vendió a su compatriota el turco Pezil, para sus gomales de Naranjal y Yaguanarí.

Cova le volvió a preguntar:

-¿Conoce Yaguanarí?

-¡Claro! -le contestó.

-¿Y' a Barrera?

-De oídas; sabía que tenía que traer 200 colombianos, pero en el camino fue pagando deudas viejas con caucheros nuevos.

-Le perdonamos la vida si nos acompaña. ¿Cuándo nos lleva?

-El sábado que termina mi turno de vigía.

En el largo intervalo sin acción, ese viejo siringuero Clemente Silva, llamado el Brújulo, contó su historia: “Todo empezó cuando salí a buscar a Lucianito, mi hijo, que se fugó de casa cuando tenía nueve años. Juré traerlo vivo o muerto. Seguí sus huellas hacia Putumayo. En Sibundoy me señalaron su rastro: Mocoa. ¡Fui cauchero!; durante 16 años, fui uno en la cuadrilla de hombres palúdicos picando la corteza de unos árboles que tienen sangre blanca, igual que los dioses, para languidecer de fiebre y de hambre entre sanguijuelas y hormigas, para enriquecer a los que no sueñan. Tenía 300 troncos en mis estradas y en martirizarlos gastaba nueve días. ¡Yo soy cauchero! Y lo que hizo mi mano contra los árboles, puede hacerlo contra los hombres. Una vez me picurié con seis caucheros, y yo, el “brújulo”, perdí el rumbo en medio de la selva- Ellos buscaban la libertad, yo el río donde ya me habían dicho que estaban los restos de mi hijo. Presenciamos el espectáculo dantesco de la invasión de las tambochas: tropas de conejos y guaitines, dóciles y atontados, se nos metían por entre las piernas buscando refugio. Momentos después, un grave rumor como de linfas precipitadas se sentía venir por la inmensidad. ¡Santo Dios! ¡Las tambochas! Entonces sólo pensamos en huir, prefiriendo las sanguijuelas de un rebalse, con el agua sobre los hombros. Desde allí miramos pasar la primera ronda. A semejanza de las cenizas que a lo lejos lanzan las quemas, caían sobre la charca fugitivas tribus de cucarachas y coleópteros, mientras que las márgenes se poblaban de arácnidos y reptiles, obligándonos a sacudir las aguas mefíticas para que no avanzaran sobre ellas. Un temblor continuo agitaba el suelo, cual si las hojas hirvieran solas. Por debajo de troncos y raíces avanzaba el tumulto de la invasión, a tiempo que los árboles se cubrían de una mancha negra, como cáscara movediza, que iba ascendiendo implacablemente a afligir las ramas, a saquear los nidos, a colarse en los agujeros- Alguna comadreja desorbitada, algún lagarto moroso, alguna rata recién parida eran ansiadas presas de aquel ejército, que las descarnaba, entre chillidos, con una presteza de ácidos disolventes. ¿Cuánto tiempo duró el martirio de aquellos hombres, sepultados en cieno líquido hasta el mentón, que observaban con ojos impávidos el desfile de un enemigo que pasaba, pasaba y volvía a pasar? ¡Horas horripilantes en que saborean sorbo a sorbo las alquitaradas hieles de la tortura! Cuando calcularon que se alejaba la última ronda, pretendieron salir a tierra, pero sus miembros estaban paralizados, sin fuerza para despegar del barrizal donde se habían enterrado vivos”.

Por fin, después de su guardia, el vigía Clemente Silva los llevó hasta los barracones del Guarucú, cuartel general del famoso Cayena. Allí se encuentran con un segundón del jefe, ex militar Vacares, conocido con el apodo de el Váquiro, y la turca Zoraida Ayram. Consiguen una canoa y embarcan en ella al mulato Correa y a Clemente Silva, a pedir socorro al cónsul de Colombia en Manaos, con cartas y alegatos de Cova, el cual, para permanecer en los barracones y averiguar el paradero de Barrera, debe congraciarse con la turca y el Váquiro. En ese refugio circunstancial, se ciñe como una amenaza permanente el peligro que es vivo y palpitante: el nombre y la presencia del Cayeno. Un sino de fracaso y maldición persiguen a cuantos explotan la mina verde. La selva los aniquila. Descubren que de noche, a escondidas, la turca Zoraida roba de los barracones el caucho del Cayeno y lo embarca misteriosamente, para cobrarse sus deudas. La espían y se encuentran que Griselda es la encargada de la embarcación donde se roba el caucho. Por ella conocen toda la tragedia, desde el momento de la separación.

-Barrera se las llevó con engaño.

Alicia tuvo razón pa desesperarse; tú te fuiste con la Clarita y como Alicia quería volverse pa su casa de Bogotá, me sobrevino la tentación, y huyendo ella de vos y yo de Fidel, nos vinimos solas donde pudimos: a busca la vida en el Vichada.

-¡Griselda!, ¿dónde está Alicia?

-Debe tar en el Yaguanarí. ¡Cálmate! ¡Ésa es una mujé honráa! ¡Te juro que no la han comprao, ta esperando un niño! ¡Vamonos, vamonos, Fidel y el catire me toparon esta mañana y tan en el bongol ¡Tóos reconciliaos!

Y cuando hacían los preparativos para el viaje rumbo a Yaguanarí, llegó el Cayerío. Cova se estremeció ante la visión de aquel hombre rechoncho, rubio, de bigotes lacios que trincó al Váquiro sobre el polvo y ordenó que lo colgaran de los pies y le pusieran humo sobre la cara. Después la encaró a Zoraida Ayram:

-¿Qué haces aquí? ¿No te probé que nada te debo? ¿Dónde está el caucho que me robaste?

Ella me señaló; entonces marchó contra mí.

-¡Bandido! ¿Sigues alebrestándome los gomeros? ¡Ponte de pie! ¿Dónde se hallan tus amigos?

Quise levantarme, pero la pierna hinchada me lo impidió. A patadas y foete me cayó encima, llamándome ladrón; cuando me enderecé, cubierto de sangre, sentí que el Cayerío andaba en los depósitos. A su regreso me gritó:

-¡Colombiano! ¡A decirme dónde está el bongo ¡A devolverme el caucho escondido!

Fuimos en una canoa. Griselda estaba en la banda. Cuando pudo el Cayerío subir al bongo y me hizo ascender, despidió la canoa. Allí estaban entre las mercaderías, mal tapados con un costal, Franco y el catire Mesa. El Cayeno los vio; amartilló su revólver y se fue a ellos.

-Son dos muchachos que están con fiebre -dijo Griselda.

El tirano inclinóse para descubrirlos y Franco le agarró el arma con las dos manos mientras el catire lo sujetaba por la cintura, pero el ex presidiario, ligero como un pez, se nos zafó, lanzándose al río. Allí fue muerto a tiros de carabina y luego desgarrado a dentelladas por los perros. Así murió aquel extranjero que taló las selvas, mató a los indios y esclavizó a los siringueros.

Y huimos por San Joaquín hacia la boca del Vaupés y luego a San Gabriel, después a Umarituba, siempre en busca del Yaguanarí. Y llegamos, llegamos. Mientras Griselda abrazaba a Alicia, yo corrí en busca de Barrera. Estaba en el río Yurabaxi. Al verme corrió a buscar el arma. No le di tiempo. Era fuerte, y aunque yo era más alto, me derribó. Largo rato peleamos, convulsos, hasta que casi desmayado, en supremo ímpetu, lo ensangrenté y lo sumergí rabiosamente bajo la linfa para ahogarlo como a un pichón: miles de caribes acudieron sobre el herido, entre un temblor de aletas y centelleos, y aunque él manoteaba y se defendía, lo descarnaron con la celeridad de pollada hambrienta.

Anoche, entre la oscuridad y el desamparo, ha nacido el pequeño, y su primer llanto ha sido para las selvas inhumanas; me lo llevaré en una canoa por estos ríos en pos de mi tierra. Improvisaremos algún refugio donde sea fácil a Clemente Silva encontrarnos y se consiga leche de seje para el niño. ¡Que preparen la parihuela donde vaya acostada la joven madre! La llevarán Franco y Helí. Griselda portará la escasa ración. Yo marcharé delante, con mi primogénito bajo la ruana. “Don Clemente: aquí desplegado en la barbacoa le dejo este libro, para que en él se entere de nuestra ruta por medio del croquis que dibujé”.

Hace cinco meses búscalos en vano Clemente Silva, el “brújulo”, el único capaz de encontrarlos. Ni rastros de ellos. ¡Los devoró la selva!