El emperador otorga a Fausto el feudo solicitado


-¡Una fruslería! -exclamó Mefistófeles-. No obstante, procuraré contentarte. Justamente la ocasión es propicia. El emperador está en guerra y lucha con desventaja. Hagamos por salvar su trono, y luego tú, doblando la rodilla en tierra, recibirás como feudo un territorio inmenso.

-Sea así -repuso Fausto-: venzamos en la batalla.

-Para ello me valdré de todo mi poder; la honra será para ti, que serás el general en jefe.

El diablo mantuvo su promesa. Con tres colosales guerreros que hizo salir de la montaña, aseguró la victoria al emperador, el cual asignó a Fausto el país que éste deseaba a lo largo de la costa.

Pasaron muchos años. Las desoladas comarcas vecinas al mar se habían prodigiosamente transformado en cultos y ricos campos, poblados de casas. Fausto, viejo ya, paseaba lentamente por su magnífico parque. El sol caía en el ocaso; las últimas naves entraban presurosas en el puerto; y la frente de Fausto estaba preñada de hondas preocupaciones. El tañido de una campana en la colina lo irritaba y lo ponía inquieto. ¡Aquel pedazo de tierra, allá abajo, donde habitaban dos viejecitos en su humilde cabaña, junto a una pobre iglesia, aquellos pocos árboles que no le pertenecían, le amargaban la alegría de su gran poderío!

En un abrir y cerrar de ojos Mefistófeles redujo a cenizas la cabaña provocando la muerte de los viejecitos.

-Yo no quería un crimen -replicó Fausto indignado-. Repruebo y maldigo ese acto brutal.- Y se alejó, absorto en sus pensamientos.