De cómo Sancho Panza llegó a gobernador


Sucedió que otro día, al poner del sol y al salir de una selva, tendió don Quijote la vista por un verde prado, y en lo último de él vio gente, y llegándose cerca, conoció que eran cazadores de altanería. Llegóse más y entre ellos vio a un duque y a una duquesa, gallarda señora sobre una palafrén o hacanea blanquísima, adornada de guarniciones verdes y con su riquísimo sillón de plata.

El caballero hizo que se adelantase Sancho para rendir homenaje a la señora y decirle que el Caballero de los Leones, según se titulaba ahora, estaría orgulloso de ponerse incondicionalmente a sus órdenes.

La señora, que había oído hablar de las notables aventuras de don Quijote, recibió a Sancho con gran cortesía e invitó a su castillo a don Quijote y a su escudero. Enterado de la historia de nuestro héroe, el duque decidió satisfacer el deseo de Sancho Panza de ser gobernador, y solazarse con la locura de don Quijote.

A este fin, hizo preparar una fiesta a la que asistieron él y sus huéspedes, como por casualidad. En la fiesta apareció a caballo una hermosa doncella, a cuyo lado se hallaba un espantoso personaje figurando un encantador. Cuando se paró la comitiva, alzóse el medroso espectro e hizo saber que la joven que él tenía al lado no era sino la señora Dulcinea del Toboso, encantada por malas artes, la que sólo podía salir de su encantamiento si Sancho que había jugado a su amo la mala pasada de presentarle a una campesina diciéndole que era su hermosa Dulcinea no se daba tres mil y trescientos azotes.

Al oír esto Sancho lamentó en alta voz su mala estrella; dijo que era de opinión de que su amo se diese a sí mismo los azotes.

Sin embargo, vencido por las protestas que se levantaron contra su cobardía, consintió en cumplir la penitencia si le permitían darse él mismo los azotes, cuando quisiera.

Aquella misma noche Sancho se propinó cinco azotes con la palma de la mano. Algunos días más tarde, lo llamó aparte don Quijote y le dio algunos sabios consejos respecto a su comportamiento como gobernador. Tras esto, Sancho fue conducido por el mayordomo del duque al lugar de su gobierno, que era conocido con el nombre de ínsula Barataría. Cuando llegó a las puertas de la ciudad, fue recibido por las autoridades, y el pueblo hizo manifestaciones de júbilo. Sus primeros deberes le llevaron al tribunal de justicia, o juzgado, donde tenía que fallar sobre varias causas.

El primer caso que le tocó en suerte fue el que promovían un labrador y un sastre, acerca de la confección de una caperuza, y la sentencia de Sancho, sabia como las de Salomón, llenó de admiración a los circunstantes, quienes no podían comprender que en un hombre tan zafio como él cupiese tanta agudeza de juicio. Este concepto se vio realzado con el fallo que dio en el juicio siguiente, que protagonizaban dos ancianos.

Uno de ellos habíale prestado al otro diez escudos de oro. Al reclamar su devolución, el deudor afirmaba que se los había devuelto y, entregándole su bastón, juraba haberlo hecho y que por no haberse dado cuenta de ello se los reclamaba continuamente su acreedor. Aceptó éste el juramento y disculpóse de su insistencia, tras lo cual devolvió el báculo al otro anciano, quien salió del juzgado. Pensó un momento Sancho, ordenó fuera vuelto a su presencia, demandóle el bastón y, poniéndolo en las manos del acreedor, dijóle:

“-Andad con Dios, que ya vais pagado.

“-¿Yo, señor? -respondió el viejo-. Pues ¿vale esta cañaheja diez escudos de oro?

“-Sí -dijo el gobernador-; o si no, yo soy el mayor porro del mundo. Y ahora se verá si tengo yo caletre para gobernar todo un reino.”

Y mandó que allí, delante de todos, se rompiese y abriese la caña. Hízose así, y en el corazón de ella hallaron diez escudos de oro; quedaron todos admirados y tuvieron a su gobernador por nuevo Salomón.

Luego fue conducido a un suntuoso palacio, en el que se habían hecho preparativos para una fiesta real. En cesando la música, Sancho tomó asiento en un extremo de la mesa que había sido dispuesta para él.

Un personaje, que figuraba ser el médico de palacio, se adelantó y púsose a su lado, con una varilla en la mano. Otro, que parecía estudiante, echó la bendición. Un paje colocó un babador randado debajo de la barba del gobernador. Luego otro criado puso delante de él un plato de fruta. Pero, apenas Sancho la hubo probado, cuando el médico tocó el plato con su varilla y se lo llevaron al instante.

Habiendo ocurrido esto varias veces, Sancho, que no salía de su asombro, preguntó si es que tenía que comer aquella comida como juego de maesecoral.

“-No se ha de comer, señor gobernador, sino como es uso y costumbre en las otras ínsulas donde hay gobernadores. Yo, señor, soy médico, y estoy asalariado en esta ínsula para serlo de los gobernadores della, y miro por su salud mucho más que por la mía, estudiando de noche y de día y tanteando la complexión del gobernador, para acertar a curarle cuando cayere enfermo; y lo principal que hago es asistir a sus comidas y cenas, y a dejarle comer de lo que me parece que le conviene, y a quitarle lo que imagino que le ha de hacer daño y ser nocivo al estómago; y así, mandé quitar el plato de la fruta por ser demasiadamente húmeda, y el plato del otro manjar también le mandé quitar por ser demasiado caliente y tener muchas especias, que acrecientan la sed; y el que mucho bebe, mata y consume el húmedo radical, donde consiste la vida.”

Después de gran discusión, Sancho hizo valer su derecho de comer lo que le viniera en gana.

Pero escribió una carta a su antiguo amo quejándose de los trabajos de su nueva profesión.

Una noche fue despertado por un ruido horrible Levantándose apresuradamente, se encontró a la puerta de su cuarto con una multitud de hombres, armados con espadas, y llevando antorchas encendidas.

“-¡Arma, arma, señor gobernador! ¡Arma, que han entrado infinitos enemigos en la ínsula, y somos perdidos si vuestra industria y valor no nos socorre!”

Con este ruido, furia y alboroto llegaron donde Sancho estaba, atónito y embelesado de lo que oía y veía, y cuando llegaron a él, uno le dijo:

“-¡Ármese luego vuesa señoría, si no quiere perderse y que toda esta ínsula se pierda!”

Pusiéronle dos enormes escudos, atados el uno delante y el otro detrás, colocáronle una lanza en la mano y le rogaron se pusiera al frente de ellos para ir contra el enemigo. El pobre Sancho, así como intentó moverse, cayó al suelo sin poderse valer, en la misma forma que don Quijote cuando la desgraciada aventura de los mercaderes.

En esto se produjo otro gran tumulto, al cual siguieron más tarde gritos de “¡victoria!”. Habiéndose propalado que él había sido el causante de la derrota del enemigo, Sancho no pidió en recompensa sino que les descargaran los dos enormes escudos y le dieran vino.

Después de esto se vistió y, encaminándose tranquilamente a la cuadra, seguido de toda la comitiva, abrazó al rucio, diole un cariñoso beso y con lágrimas en los ojos y voz trémula por la emoción, exclamó:

“-Venid vos acá, compañero mío, y amigo mío y conllevador de mis trabajos y miserias; cuando yo me avenía a vos, y no tenía otros pensamientos que los que me daban los cuidados de remendar vuestros aparejos y de sustentar vuestro corpezuelo, dichosas eran mis horas, mis días y mis años; pero, después que os dejé y me subí sobre las torres de la ambición y de la soberbia, se me han entrado por el alma adentro mil miserias, mil trabajos y cuatro mil desasosiegos”.

Enalbardado, pues, el rucio, subió sobre él y salió en busca de libertad, diciendo que el hombre no debe salir del estado para que ha nacido y que le era mejor hartarse de gazpachos, que estar al capricho de un doctor que le hiciera morir de hambre.

Poco después, caballero y escudero se despidieron del duque y abandonaron sus dominios para dirigirse a Barcelona, donde les esperaban numerosas aventuras, al cabo de las cuales resolvieron regresar a su pueblo natal, donde hicieron su entrada más advertidos, aunque más tristes, que cuando salieron de él por vez primera. Ya en su hogar, don Quijote se puso malo y, en trance de muerte, recobró su cabal juicio, reconoció su pasada locura, provocada por los libros de caballerías, redactó su testamento y entregó su alma al Señor.


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