Encuentro de los dos presos y su nueva amistad


Al día siguiente saliendo de su calabozo el desconocido, volvió a su galería y pudo penetrar en la celda de Edmundo. Saludáronse ambos con la mayor alegría, pues aun en el peor de los casos, bastaría verse diariamente para que esta comunicación de los dos desgraciados aliviase en algún modo la amargura de su cautiverio. El nuevo amigo de Edmundo era un hombre de baja estatura que podía contar unos sesenta años.

Aunque de rostro demacrado, con larga barba negra, y cabellos que parecían más bien haber encanecido por los sufrimientos que por la edad, mostraba todavía bastante vigor para un hombre que había estado preso durante tanto tiempo. Su inteligencia clarísima y enérgica, y la saludable influencia de la larga y penosa tarea que acababa de realizar, habíanle ayudado a mantenerse en tan buenas condiciones.

Explicó a Dantés los medios de que se había valido para construir las admirables herramientas que poseía, con el escaso material de que podía disponer; cómo había fabricado su escoplo con 'un trozo de hierro procedente de su cama y con él había abierto la larga galería en el muro. Examinó cuidadosamente el calabozo de Edmundo y encaramándose con el auxilio de éste a la ventanilla que había cerca del techo, vio que daba a un patio, en el cual vigilaban los centinelas, quitándoles de esta suerte toda esperanza de poder evadirse.

-¡Hágase la voluntad de Dios!- exclamó pausadamente el anciano, pintándose en su pálido rostro inequívocas señales de resignación. Entonces dijo a Dantés que era el abate Faria.