JUAN MATAGIGANTES


A principios del siglo xiii, vivía en Inglaterra un hacendado que tenía un hijo llamado Juan; y no lejos de su casa, en una caverna hedionda, habitaba un terrible gigante a quien todos conocían por el sonoro nombre de Cormorán.

Cormorán valía por tres hombres; y su apetito era tan enorme que para aplacarlo robaba cuantos bueyes y ovejas encontraba. Para cada comida necesitaba el gigante nada menos que seis bueyes y seis ovejas; y el padre de Juan decía que, si aquello duraba mucho tiempo, acabarían por arruinarse todos los agricultores.

Esto dio a Juan que pensar, y, como era un muchacho muy valiente, decidió idear la manera de asesinar al voraz gigante.

Una noche partió Juan para el monte donde estaba la caverna en que Cormorán vivía, y, con un azadón, cavó un hoyo muy profundo en el suelo y lo cubrió con palos y grava, para disimular su presencia; cuando hubo terminado su tarea, tocó con fuerza su cuerno de caza, y esperó.

Despertó el gigante enfurecido y bajó a grandes pasos para averiguar quién había tenido la osadía de aproximarse tanto a su cueva; y, al descubrir a Juan, de repente gritó con voz pavorosa:

-¡Ah, tunante! ¡Voy a matarte ahora mismo y me servirás de cena!

Y echó a correr tras de Juan; pero antes que lograse darle alcance, metió en el hoyo un pie y cayó dentro con estrépito espantoso. Saltó Juan sobre él, y en un abrir y cerrar los ojos, tiró del hacha y le rebanó la cabeza.

Sin parar de correr, llevó Juan a su casa la venturosa nueva; y fue tal la alegría que sintieron todos los agricultores, al verse libres del monstruo, que obsequiaron a Juan con una espada y le adjudicaron el honorífico título de Juan Matagigantes.

Quedó éste tan satisfecho de su éxito, que decidió librar al mundo de otro monstruo, llamado Blunderbore, que habitaba en un castillo situado en el centro de una espléndida floresta.

Púsose el muchacho en camino, pero era el día muy caluroso y no se había alejado mucho todavía, cuando, rendido de calor, tumbóse debajo de un árbol y no tardó en quedarse dormido. Pasó por allí Blunderbore, y, al ver a Juan, levantólo del suelo, echóselo al hombro y se lo llevó a su castillo.

Cuando despertó el joven y se vio en la morada del gigante, sintió un miedo cerval. Llegaron hasta él, a través de la ventana, los gritos y lamentos de las otras víctimas del monstruo, y comenzó a temblar lo mismo que un azogado.

“Esto es espantoso, se dijo. Es preciso a toda costa arbitrar algún medio para salir de este lugar”.

En aquel preciso momento oyó voces en el patio, y por entre las rendijas de la ventana de su prisión vio a Blunderbore y otro gigante que penetraban en el castillo. Miró a su alrededor y descubrió un rollo de cuerdas que había en un rincón. Hizo un lazo corredizo a cada extremo de la cuerda, y, conservando en sus manos el centro de la misma, arrojó uno de los cabos sobre las cabezas de los dos gigantes. Con la rapidez del relámpago, pasó la cuerda alrededor de una viga próxima a la ventana, y, tirando de ella con todas sus fuerzas, tesóla hasta levantar a los gigantes del suelo y hacerlos morir ahorcados.

Puso Juan en libertad a todos caballeros y damas que Blunderbore tenía cautivos, y partió al punto en busca de nuevas aventuras.

Al anochecer del día inmediato encontróse a la puerta de un castillo solitario, en el país de Gales. Llamó, y, cuál no sería su sorpresa al ver que salía a abrirle un toante descomunal, con dos cabezas. Juan quedó sobrecogido, pero el monstruo estuvo 1an cariñoso con él, que cuando le ofreció una cama para pasar la noche, aceptóla sin recelo.

Entonces, el intrépido joven concibió el atrevido proyecto de apoderarse de cuatro inapreciables tesoros que, según era fama, poseía este gigante, a saber: una túnica que hacía invisible al que la llevaba; un sombrero que revelaba a su dueño cuanto deseaba saber; una espada que lo cortaba todo, y unos zapatos que le hacían caminar con la velocidad del viento. Echóse Juan en la cama, y no tardó en quedarse dormido; pero a medianoche lo despertó una voz que cantaba;

Mortal desventurado Que en el mullido lecho
Reposas placentero y confiado.
Henchido de esperanza el noble pecho:
Teme tu suerte impía.
Pues mi maza inclemente.
Antes de que amanezca el nuevo día
Aplastará tu cráneo adolescente.

-¡Demontre! -exclamó Juan algo inquieto, buscando con la vista un grueso madero que al entrar había notado al lado de la chimenea.

Al instante saltó de la cama, colocó el madero en ella, lo tapó con el cobertor y esperó tranquilamente.

No tardó mucho en abrirse la puerta y penetrar el gigante, quien comenzó a descargar mazazos espantosos sobre el madero, y cuando se hubo despachado a su gusto se marchó, no sin antes rugir:

-Quédate con Dios, amiguito. ;Buen festín me espera mañana!

Tuvo Juan que contenerse para no reventar de risa, y en cuanto salió de la puerta el gigante, trepó de nuevo a la cama y se echó a dormir a pierna suelta.

A la mañana siguiente, penetró Juan decidido en la estancia donde estaba desayunando el gigante ante un enorme caldero lleno de budín batido; y fue tal la sorpresa de aquél al ver a nuestro Juan vivo, que ni supo qué decirle.

Sentóse a la mesa el joven y comenzó a desayunar con apetito, aunque bien se echaba de ver que algo fraguaba su mente. De repente ocurriósele una idea luminosa, y, aprovechando los momentos en que no le miraba el gigante, fue introduciéndose entre la camiseta y la piel toda la cantidad de budín que le cupo, y, ya de sobremesa, dijo al monstruo:

-¿A que no sois capaz de hundiros el cuchillo en el pecho sin heriros? ¡Yo sí, mirad!

Y acompañando la acción a la palabra, tomó un cuchillo y se lo hundió en la camiseta, con lo que las migajas del budín empezaron a esparcirse por el suelo.

No quiso el gigante ser superado por una criatura como Juan, y tomando a su vez un cuchillo, y sin pararse a reflexionar lo que hacía, hundióselo en el pecho y cayó muerto.

Apoderóse entonces Juan de los zapatos, de la túnica y del sombrero, así como también de la espada del gigante, y, muy contento, prosiguió su camino en busca de aventuras.

En el inmediato castillo a cuyas puertas fue a llamar, estaba celebrándose un baile. Los caballeros y damas que ya estaban enterados de las proezas de Juan le dieron la bienvenida; y júzguese de la alegría de nuestro campeón cuando vio penetrar en el salón a un mensajero que, con rostro descompuesto y agitados ademanes, anunció que un gigante feroz venía hacia el castillo.

-No tengáis miedo -gritó vistiéndose presuroso su túnica invisible-. Dejadme solo con él; que yo me basto y me sobro.

Calzóse los zapatos que le hacían andar mucho más ligero que el viento y salió al exterior del castillo.

Hallábase éste rodeado por un foso cubierto de agua, y cuando llegó el gigante al puente levadizo que lo cruzaba, husmeó con delicia el olor a carne humana que del interior salía, y rugió con voz espantosa:

¡Fa, fe, fi; fa, fu, fi, fon!
Aquí huelo yo un bretón;
Si al entrar en el castillo
Me apodero del muy pillo,
Vivo o muerto el gran truhán,
De sus huesos haré pan.

-Primero tendrás que apoderarte de mí -gritóle Juan.

Y despojándose de la túnica, a fin de hacerse visible, hizo dar al gigante, que corría persiguiéndole, varias vueltas al castillo, con la velocidad vertiginosa que sus mágicos zapatos le imprimían.

Por fin penetró en el puente, seguido del gigante; pero al llegar a su extremidad interior, volvióse y, de un solo tajo de su maravillosa espada, partió por la mitad el puente levadizo. Éste se derrumbó con estrépito, arrastrando al gigante en su caída, que pereció ahogado en el fondo del foso.