La señora del salto mortal


Cuando México se hallaba todavía bajo el dominio de España, residía en aquella capital un rico comerciante, retirado ya de sus negocios, llamado don Mendo Quiroga y Suárez. No obstante su gran fortuna, por todos envidiada, su vida era triste y solitaria y sus tesoros no fueron nunca bastantes, con ser inmensos, como para comprarle un amor que endulzara su amarga ancianidad.

Para mitigar sus penas envió a buscar a una hija de su difunta hermana, que debía acompañarlo en su soledad. La joven era hermosa, vana, egoísta y muy coqueta. Aunque se mostraba extremadamente agradecida y satisfecha por el lujo y comodidades que le prodigaba su tío, no por eso llegó a quererlo ni se esforzó en hacerle la vida más agradable. Vistiendo trajes de riquísimos encajes y terciopelos, distraía sus ocios paseándose en el coche de su tío, luciendo orgullosa-mente su riqueza y hermosura, que bien pronto sedujo a más de cuatro enamorados mancebos. Pero doña Paz recibía despectivamente cuantas atenciones le prodigaban sus rendidos admiradores, en la certeza de que, al morir su tío, sería ella la mujer más rica de México.

Y así fue, efectivamente, aunque bajo ciertas condiciones que hirieron su orgullo en lo más vivo. En el largo testamento en que don Mendo la llamaba siempre “mi querida sobrina”, legábale todas sus propiedades; pero al final del documento se insertó una cláusula, que debía indispensablemente cumplirse antes de que doña Paz pudiera disponer de un centavo de la cuantiosa herencia.

El testamento decía así:

“Y la condición que ahora impongo a mi querida sobrina es la siguiente: Ataviada con su mejor traje de baile y luciendo sus joyas más preciadas, se encaminará en coche abierto y en pleno mediodía a la plaza Mayor. Allá descenderá del carruaje y se situará en el centro de la plaza, inclinando humildemente al suelo la cabeza, y en esta posición deberá dar un salto mortal. Y es mi voluntad, que si mi querida sobrina Paz no cumple precisamente con esta condición dentro de los seis meses del día en que yo fallezca, no perciba ni un solo centavo de mi herencia. Esta condición la impongo a mi querida sobrina Paz, para que, en la amargura de su vergüenza, considere las angustias que yo sufrí por sus crueldades durante mis últimos años”.

Herido tan vivamente su orgullo por esta imposición testamentaria de su tío, doña Paz se encerró en las habitaciones de su palacio y nada se supo de ella durante los seis primeros meses, que transcurrieron desde la muerte de don Mendo. Y, el mismo día en que finaba el plazo impuesto en el testamento, la gente de la ciudad contempló llena de asombro cómo las hermosas puertas de hierro fundido de don Mendo, girando lentamente sobre sus goznes, abrían paso al majestuoso carruaje en cuyo interior lucía esplendorosamente doña Paz su más rico traje de baile y sus valiosas alhajas. En su pálido rostro, los hermosos ojos, entornados los párpados, miraban humildes. De este modo la orgullosa mujer marchó a la plaza Mayor, luciendo su gentileza y rico atavío por las calles más céntricas de la capital, atestadas de gente. En llegando al término de su viaje, se apeó del coche, y precedida de sus criados, que cuidaron de abrirle paso entre la compacta muchedumbre, avanzó hacia el centro de la plaza, donde sus servidores habían colocado una mullida alfombra sobre las baldosas. Allá en el mismo centro y en presencia de todos, dio el salto mortal que exigía el testamento de su tío y heredó su fortuna, después de haber humillado, amarga y vergonzosamente, su indomable orgullo.


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