Yamandú asalta a San Salvador y secuestra a Lucía


Al ver a Tabaré, convulso, ardiente la pupila y presa el alma de mortales ansias, sintió la joven que el corazón se le inundaba de amargura y terror; pensó que el indio odiaba a los españoles e incluso a ella y, huyendo temblorosa hacia la villa, exclamó:

“Indio. . . adiós. Tabaré, terror y pena
“me inspira tu desgracia.

“¡Qué tarde es ya.. .! ¡La Virgen te proteja!
“¡Anda con Dios a tu salvaje patria!”

El indio, al oiría, se arroja sollozante en brazos del anciano misionero, quien trata de consolarlo. De pronto se desprende de él con un brusco movimiento y huye, como fiera perseguida, a ocultarse en lo más espeso de la selva solitaria.

Pasan los días; reposa San Salvador entre rumores, el centinela en el bastión se duerme... De pronto se oyen gritos ululantes que rompen el silencio y la tranquilidad de la noche. Son les charrúas que se aproximan en son de guerra. En tanto la campana de la capilla toca a rebato, los soldados se aprestan a la defensa y las mujeres tratan de esconderse, juntamente con sus hijos, para salvarse de la furia de los salvajes.

Chocan las armas y, entre juramentos y gritos, la lucha se desenvuelve feroz y encarnizada a la rojiza luz de los incendios.

Aprovechando la oscuridad y a favor de la confusión, un indio gigantesco, el cacique Yamandú, huye hacia el bosque llevando entre sus brazos una codiciada presa, el tesoro de incomparable valor por cuya posesión lanzó sus tribus a la guerra:

Blanca, la hermosísima virgen rubia.

Con el alba, los últimos guerreros charrúas abandonan el incendiado pueblo y, en grupos, se dirigen a la selva. Es entonces cuando don Gonzalo de Orgaz se entera del rapto de su hermana y piensa, presa de la mayor desesperación, que es Tabaré el culpable; a él le carga toda la responsabilidad del traicionero ataque. Pronto se repone el capitán del pasajero desfallecimiento que la noticia le produjo y, con un grupo de soldados, sale en busca de su hermana.

Entretanto, Yamandú, con la exánime Blanca entre los brazos, ha llegado a su madriguera. Despierta la niña, quien, al verse en tan apurada situación, vuelve a desmayarse, no sin antes haber lanzado un grito de horror que estremece la selva entera y llega a los oídos de Tabaré que por allí vagaba, triste y moribundo, a solas con sus delirios.