UNA ALDEA DE HEROES


Cómodamente asentada en el verde hueco que forman ciertas rocosas montañas de Inglaterra, había una pequeña aldea, llamada Eyam, allá cuando la gran peste de Londres causaba tantos estragos, hacia mitades del siglo XVII. Hallábase Eyam a larguísima distancia de la capital, de manera que ningún sitio parecía más seguro contra el contagio que esta linda aldea.

Pero los pequeños e invisibles microbios que difunden las enfermedades por todo el mundo, van de unas partes a otras por conductos muy diferentes. Pueden ir llevados por el viento; pueden ser transportados en un vehículo. A Eyam llegaron en un paquete de muestras enviada desde Londres al sastre de la aldea. La gran plaga, como se llamó en Inglaterra a esta peste, se hallaba contenida en aquel pequeñísimo paquete; tanto era ello así que, a los pocos días, el sastre y su familia habían bajado al sepulcro víctimas del mal.

Reinó el terror en la aldea, y sus habitantes huyeron uno tras de otro; empero la peste quedó en ella y continuó extendiéndose durante casi un año. Todo este tiempo, el rector, Guillermo Mompesson, secundado por su esposa y por el ministro Guillermo Stanley, cuidó de los enfermos y los consoló en sus penas. En su inmenso dolor, los habitantes de Eyam parecían todos de una misma familia.

Mas no tardó en decaer el esforzado ánimo de la esposa del rector, llamada Catalina. Puesto que los enfermos se morían irremisiblemente y no quedaba ya esperanza de salvación para su esposo y para sus hijos, aconsejó insistentemente al rector que también él huyera. Pero éste, manteniéndose firme en su puesto a pesar de lo angustioso de aquella situación, se negó a acceder a los ruegos de su esposa, si bien la facultó a que se marchara ella con los niños. Entonces, Catalina, que no era mujer capaz de dar la espalda al peligro, envió a sus hijos en compañía de unos amigos a una apartada población, y ella continuó al lado de su esposo.

A poco llegó el período más crítico. De tal manera se había cebado la peste en Eyam, que no podía dudarse de que cualquiera persona que saliese de la aldea llevaría consigo el germen de la epidemia y la difundiría por los pueblos vecinos, tal vez por todo el condado de Derby y aun por el norte de Inglaterra, indemne al azote hasta aquel momento.

Entonces los habitantes de Eyam, dirigidos por Guillermo Mompesson y Guillermo Stanley, tomaron una resolución que merecería escribirse en letras de oro en las páginas de la historia. Ellos mismos se aislaron del resto del mundo. Cerraron la iglesia, y para consolarse unos a otros se reunían cada día en una cueva. El comercio quedó paralizado, los obreros dejaron de trabajar, cerráronse las escuelas, y las casas se convirtieron en hospitales. Nadie entraba ni salía de la aldea, y toda la ocupación de los hombres y mujeres consistía en cuidar de los enfermos y enterrar a los muertos.

Durante cuatro meses, quedó Eyam separada de todo contacto con los demás puntos de la tierra. Aunque hubiera muerto el rey, nadie, en Eyam, lo habría sabido: tan grande era el aislamiento en que vivían sus habitantes. Encerráronse en junio, y en el mes siguiente, 56 de ellos yacían ya en el cementerio parroquial. En agosto murieron otros 72, entre ellos la animosa Catalina Mompesson. Así, día tras día, la muerte fue arrastrando a mayor número de sufridos aldeanos hasta que, a mediados de octubre de 1666, cuando hubo cesado la peste, no había quedado una sola familia completa; de los 300 habitantes que contenía antes de la epidemia, habían fallecido 259.

Tal fue la heroicidad de esta aldea admirable. Y el recuerdo de este pueblecito de héroes debe servirnos de modelo para inspirarnos, a todos nosotros, acciones esforzadas.