UN BUZO VALIENTE


Estaba haciendo prácticas un torpedero, un día de verano, cuando, al estallar el propulsor, perforó la coraza, abriendo en el barco una vía de agua.

Fueron en su ayuda algunos barcos, pero el torpedero se hundió al cabo de media hora. La tripulación, temiendo que explotase la caldera, se había refugiado en los botes, y allí, a unos 40 metros de profundidad, quedó la embarcación sepultada, hasta que se decidió enviar algunos buzos para examinarla.

Dos bravos marineros, provistos de sus escafandras, se encaminaron al lugar del hundimiento.

Bajó uno de ellos y no tardó en avisar por teléfono que había encontrado el torpedero. Se le dijo que tomase nota del daño ocasionado y que avisase cuando podía subírsele.

Pero llegaron los veinte minutos, tiempo máximo en que sin peligro puede permanecer un buzo a tal profundidad, sin que llegase la señal convenida y esperada. ¿Qué habrá sucedido? Los hombres que se hallaban en el bote para subirlo, tiraron de la cuerda salvavida diferentes veces: pero no obtuvieron respuesta.

El otro buzo, que se hallaba con ellos en el bote, corno más conocedor del asunto, afirmó que algo grave debía de haberle ocurrido a su compañero. Persuadido de ello, le telefoneó preguntándole qué le sucedía, y con verdadero terror oyó que las cuerdas estaban trabadas y que el buzo no podía desenredarlas. Esto significaba que su compañero estaba preso como una mosca en la tela de una araña, y que no podía alejarse del buque sumergido.

Sin vacilar un momento, se deslizó por la banda del bote y bajó al lugar en que debía de hallarse su compañero, y lo encontró de pie en el fondo, con la cuerda y el tubo respiratorio enredados a los restos del naufragio. Sin perder momento, empezó a trabajar con ahínco por libertarlo.

Cada instante que pasaba aumentaba el peligro, por cuanto el primer buzo había empleado ya todo el aire respirable, y si no conseguía libertarlo pronto, desfallecería y moriría sin remedio. Por su parte, el último buzo se iba sintiendo cada vez más débil, y a pesar de ello sabía perfectamente que de su destreza y habilidad dependía la vida de su compañero. Hubo un momento en que consideró inútil trabajar por más tiempo, pero luego pensó: “No, no puedo abandonar a mi compañero. He de salvarlo: no debo dejarle abandonado a sí mismo”, y continuó luchando pacientemente.

Al fin, el pobre buzo quedó libre, a tiempo que su salvador, al dar la señal de que los subiesen, caía desmayado. Empezaron los hombres a elevar a los dos buzos muy despacio, a fin de que al salir, la abundancia repentina de aire fresco y puro, no les hiciese daño. Cuando éstos se vieron libres de la escafandra, el libertador fue volviendo en sí paulatinamente, pero su pobre compañero, por quien tanto se había arriesgado, estaba tan desfallecido que murió al día siguiente.

Con todo, el acto de valor y lealtad de su compañero lo libró de la terrible muerte en medio de las tinieblas y de la soledad del fondo del océano.