LA MUERTE DEL INDÓMITO GUAROA


Un grupo de indios de Santo Domingo, dirigidos por el cacique Guaroa, se había refugiado en lo más abrupto de las sierras huyendo de la saña del gobernador Nicolás de Ovando, quien poco tiempo antes había hecho ultimar, inesperadamente, en Jaragua, a más de ochenta caciques indígenas, por sospechar que éstos preparaban un levantamiento.

Sorprendidos los indios en su refugio, produjose un desigual combate, durante cuyo desarrollo aconteció el hecho que pasamos a relatar, y que muestra el profundo amor a la libertad del esforzado caudillo indígena.

Tras las primeras cargas de los españoles, que sembraron estrago y desconcierto entre los desprevenidos indios, un guerrero hace frente, con ánimo varonil, a la ruda embestida de los agresores. Es Guaroa, quien armado con una fulgurante espada castellana sorprende a todos por su arrojo y pericia y pone en poco tiempo a ocho hombres fuera de combato.

Desarmado finalmente, en singular pelea, por el capitán Diego Velázquez, al no poder recobrar su espada, sacó el guerrero la daga que llevaba pendiente de la cintura y, después de hacer ademán de herir con ella a Velázquez, se la hundió repentinamente en su propio pecho.

“¡Muero libre!”, dijo. Cayó en tierra y exhaló, un momento después, su último suspiro.

Así acabó gloriosamente, sin doblar la altiva cerviz, el noble y valeroso cacique Guaroa, legando al mundo un ejemplo de indómita bravura y de amor a la libertad.