EL PIPILA


Guanajuato era, en la época colonial, uno de los centros de riqueza más importante de México.

Poderosa ciudad, poblada por setenta mil habitantes entre los que se contaban ricos propietarios territoriales, opulentos mineros y comerciantes acaudalados, iba a ser atacada por las tropas del cura de Dolores, Miguel Hidalgo y Costilla.

Enterado del peligro que corría la población, y careciendo de fuerza para oponerse a los treinta mil hombres que pronto la atacarían, el intendente Riaño resolvió concentrar sus escasos efectivos -seiscientos hombres bien armados, fuertes y dispuestos a vender caras sus vidas-, en la Alhóndiga de Granaditas. Allí llevó los archivos, los caudales reales y municipales y las riquezas particulares.

Verdadero cubo de piedra entre los abruptos cerros que lo rodeaban, el amplio y fuerte edificio de la Alhóndiga poseía anchos murallones y estrechas ventanas que le daban gran semejanza con los pesados castillos medievales.

Al llegar Hidalgo frente al gigantesco depósito convertido en fortaleza por el ingenio y la laboriosidad de Riaño, y contemplar las sólidas fortificaciones que el intendente había levantado, deseoso de ahorrar víctimas inútiles, intimóle rendición, prometiendo toda clase de garantías para los defensores y sus haciendas.

El bravo intendente contestóle, haciendo honor a su fe jurada:

-¡Moriremos antes que aceptar nuestra vergüenza!

Y comenzó el ataque.

A los gritos de: ¡Viva la independencia! ¡Abajo el mal gobierno! ¡Viva Nuestra Señora de Guadalupe!, dados por los atacantes, contestaban los sitiados con sus no menos entusiastas: ¡Moriremos con honra! ¡Viva el Rey!

Una y otra vez se estrellaron los patriotas mexicanos contra los fuertes muros de piedra de la Alhóndiga de Granaditas. La heroica muerte del valiente Riaño no fue óbice para que la defensa mantuviera su solidez; antes bien, al tomar el hijo del intendente muerto la dirección de la defensa, juró morir antes que entregarse y hacer honor a la memoria de su padre.

Y, en tanto el clamoreo es espantoso y colosal, y angustiosa la gritería de los sitiados que desde la azotea vomitan fuego, muerte, injurias, heroísmo y plomo sobre los sitiadores; mientras de abajo suben oleadas de piedras, flechas y gritos de rabia y de dolor a cada estallido de metralla, a cada bote de una roca o de una enorme viga que se precipita rebotando con retumbos de cataclismo, abriendo cráneos y vientres en aquella masa humana que se aprieta al castillo como si quisiera deshacerlo con las manos, un jovenzuelo al que apenas apunta el bozo, peón de la mina de Mellado, se presenta ante Hidalgo y le dice:

-Señor cura, si su mercé me permite...

-¿Qué quieres, muchacho?

-Yo podría hacerles abrir la puerta del castillo.

-¿Tú? ¿Y cómo? -preguntóle el cura de Dolores.

-Ahora verá su mercé, señor cura... ¡Brea y aceite...! ¡Ocotes...! Ahora verá su mercé...

Y cuenta la tradición que el pilluelo aquel, a quien llamaban El Pipila, desapareció entre la multitud y que, un momento después, Hidalgo estupefacto veía cómo, corriéndose al amparo de los muros, encorvada la espalda, cubierta por amplia losa donde rebotaban las balas, el plomo y las piedras que le arrojaban los sitiados, llevando en una mano una tea encendida y arrastrando con la otra una carga de brea y aceite, se aproximaba El Pipila a la puerta sobre cuyos batientes arrojó el combustible, prendiéndole fuego.

¡Ardió el portón en pocos segundos, y el humo y las llamas que subieron lamiendo las paredes hasta las azoteas, hicieron comprender a los defensores que llegaba la hora de la muerte...!


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