EL LOBO QUE VINO DE NOCHE


Hace muchos años, cierto abogado francés, llamado el barón de Monthyon, legó una importante suma de dinero destinada a constituir un premio anual para “el francés pobre que durante el año llevara a cabo las acciones más virtuosas”.

Las relaciones referentes a esta recompensa anual constituyen un admirable archivo de hechos heroicos; pero es dudoso que contengan uno más digno de tal calificativo que el llevado a cabo por Magdalena Saunier, joven de condición humilde entregada con alma y vida a obras de caridad y que siempre hallaba manera de socorrer a los demás de un modo verdaderamente maravilloso.

Una viuda ciega y pobre vivía con una hija enfermiza a unos dos kilómetros de su cabaña; y durante quince años Magdalena las visitó sin faltar un solo día para alimentarlas, arreglar su casa y dejarlas confortadas y animosas hasta su próxima visita.

En dirección opuesta, y a una distancia casi igual, yacía en una choza de las afueras una pobre joven leprosa, enteramente desamparada de sus amigos. Por espacio de dieciocho meses, Magdalena iba a verla dos veces por día para llevarle la poca comida que sus medios le permitían y curar sus horribles llagas, hasta que, al fin, la infeliz enferma expiró en sus brazos.

En 1840, Magdalena anduvo muy cerca de ahogarse al intentar cruzar una corriente de agua crecida, situada entre su cabaña y la de una de sus protegidas; y cuando la reprendieron por su temeridad, contestó:

-No lo pude remediar, no me fue posible ir ayer, de modo que por fuerza tenía que ir hoy.

Durante el transcurso de un invierno muy frío, ocurrióle un accidente terrible. Estaba cuidando de una mujer casi moribunda, llamada Mancel, que vivía en la colina, en una choza que más parecía la guarida de una fiera que habitación de criatura humana. Hacia el fin de una larga noche, Magdalena acabada de encender unos cuantos trozos de leña con el fin de amortiguar el intenso frío que sentía, cuando la carcomida puerta, que sólo se mantenía cerrada por una piedra colocada en el suelo, entreabrióse súbitamente y apareció la figura de un lobo próximo a lanzarse dentro de la habitación.

Magdalena se abalanzó a la puerta sujetándola, y arrimó contra la misma cuanto le vino a mano para mantenerla cerrada, mientras el animal se lanzaba contra ella. Al mismo tiempo empezó a gritar con todas sus fuerzas a fin de amedrentar al lobo y hacerlo huir. Pero fue inútil; todo el resto de aquella tremenda noche tuvo que pasarla empujando la puerta contra el ataque de la fiera.

Poco después la enferma murió; y Magdalena, temiendo que volviera el lobo, resolvió ir a la cabaña más cercana, donde pidió que recibieran el cadáver y lo tuvieran allí hasta su entierro. Consintieron los dueños, y Magdalena volvió a la choza de la colina, caminando sobre la nieve, por aquellos solitarios parajes frecuentados por los lobos. Echóse a cuestas el cuerpo inanimado y, encorvada bajo su peso, lo llevó a la cabaña, donde cayó de rodillas dando gracias a Dios por hallarse fuera de peligro. Al día siguiente, las pisadas del lobo en la nieve mostraron claramente que había estado rondando la choza durante la noche; y la puerta derribada evidenció que había conseguido entrar.


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