EL JUEZ QUE ENCARCELO A UN PRINCIPE


A fines del siglo xiv y comienzos del xv, en la corte del rey Enrique IV de Lancaster, su hijo primogénito, que llegaría a reinar como Enrique V, se aburría con las costumbres protocolares de la vida oficial. Su juventud bulliciosa necesitaba libertad y expansión, así que, con sus hermanos; y amigos, salía de juerga provocando escándalos, y sus locuras continuas traían preocupado al rey, su padre, y a las graves dignidades que lo rodeaban.

Disfrazábase a veces de salteador y robaba a los recaudadores de las rentas de la comunidad. En cambio, tenía la costumbre de recompensar a las personas honradas y valerosas; pues sus insensatas travesuras parece que eran debidas más a la infantil inclinación a las aventuras y a los deseos de molestar al prójimo por gusto,! que al prurito de causar verdaderos perjuicios a nadie. Su comportamiento, no obstante, así como el de sus hermanos, no cuadraba en modo alguno a príncipes de sangre real, y la familiaridad del heredero de la corona con algunos de sus futuros súbditos desagradaba grandemente a su real padre.

He aquí una anécdota referente al príncipe Enrique, o príncipe Hal; como le llamaba familiarmente el pueblo; anécdota que no sólo redunda en crédito suyo, porque manifiesta que podía apoyar firmemente a los amigos en desgracia y sufrir resignado el castigo que le impusiesen, sino que demuestra también cómo un juez administró justicia recta y valientemente! antes que someterse a los caprichos de un hombre poderoso.

Los hermanos del príncipe Enrique, Tomás; y Juan, cenaron cierta vez, a altas horas de la noche, con algunos de sus alegres compañeros, y la fiesta terminó en una disputa que degeneró en motín, por lo cual tuvieron que intervenir las autoridades de la ciudad. Enojáronse los príncipes por esta causa, y el ayuntamiento, con el alcalde a la cabeza, tuvieron que comparecer ante el rey, quien los despidió no bien hubiéronle asegurado que no habían hecho más que cumplir con su deber sofocando el alboroto.

Pero otra vez, después de una calaverada parecida, uno de los amigos del príncipe Enrique fue acusado y condenado a la pena de cárcel. Cuando sur)o el príncipe lo que le había sucedido a su favorito, presentóse al juez presidente del Tribunal Supremo, llamado Gascoigne, y le mandó que soltase a su amigo. Pero el juez, que temía menos la cólera del príncipe que los reproches de su conciencia, fijó en él firmemente sus ojos, y dijole que la justicia había de seguir su curso, y que sólo el rey podría perdonar al detenido.

Al ver el príncipe Enrique que no lograba intimidar al juez, enfurecióse sobremanera y desenvainó su espada con la intención de amenazarle. El juez entonces dijole que guardase la debida compostura, y le hizo presente que estaba allí para cumplir con su deber, representando al rey, su padre, y que en su nombre, conjurábale a cambiar su obstinada conducta, dando con, ello un buen ejemplo a los que un día habían de ser sus súbditos.

-Y ahora -dijole al terminar su reconvención- porque os habéis hecho culpable de desobediencia y de desprecio de este alto tribunal, os envío a la cárcel del tribunal del rey. Allí permaneceréis hasta que el rey, vuestro padre, tenga la bondad de indultaros.

El excitado príncipe reconoció cuan justas eran las palabras del alto magistrado, y bajando la espada, hizo una reverencia al hombre valeroso que acababa de pronunciar su sentencia, y fue conducido a la cárcel. Dícese que, cuando el rey supo lo que había ocurrido, mostró su satisfacción por tener un juez inflexible en la administración de la justicia y un hijo que sabía someterse a ella.

Shakespeare, que escribió largo y tendido en sus obras teatrales acerca del príncipe Enrique, pone en boca del rey, su padre, estas palabras:

“¡Cuan contento estoy de tener un hombre audaz que se atreve a juzgar a mi propio hijo! Y no menos lo estoy de semejante hijo, que depone, en sus manos, su grandeza”.

Después de este hecho el príncipe Enrique trató al juez Gascoigne con el mayor respeto, reconociendo que, si era tan severo en guardar y hacer guardar las leyes de la nación; aun contra el propio heredero del trono, que en el curso natural de los acontecimientos sería un día su soberano, no tendría dicho funcionario en consideración el favor de hombre alguno, sino que procuraría cumplir con su deber respecto de todos sus súbditos.

Cuando el príncipe Enrique ascendió al trono, justificó la confianza que el pueblo tenía en él, y el juez Gascoigne se contó entre los hombres honrados a quienes consultaba. Shakespeare pone estas palabras en boca de Enrique V, al dirigirse al juez:

“Llevad aún la espada y la balanza de la justicia, y que vuestros honores se acrecienten hasta que lleguéis a ver que un hijo mío os ofenda y obedezca como yo hice”.