DE CÓMO MARÍA ANTONIETA DIO SU VIDA PARA SALVAR A SUS HIJOS


El rey de Francia había sido arrancado de los brazos de su esposa y de sus hijos por los revolucionarios, que lo condujeron al cadalso en una carreta, seguida por la multitud, entre el redoble de tambores y las bayonetas de los soldados. Allí, el verdugo y sus ayudantes, que de pie lo esperaban, lo cogieron brutalmente y lo colocaron de modo que su cuello quedara bajo el filo de la guillotina, que cumplió su trágica función. Luego, al son de los tambores batidos con más fuerza que nunca, y en medio de la ensordecedora gritería de las gentes que llenaban las calles, ventanas y tejados, levantaron en una pica la cabeza de Luis XVI, para que el pueblo la contemplara; y así Francia quedó sin rey.

La gran prisión de París encerraba, entretanto, a una atribulada familia: la reina María Antonieta, sus dos hijos y una hermana del difunto rey. Los niños se estrechaban contra su madre, y la hermana del rey contemplaba a la reina viuda con los ojos arrasados en lágrimas. ¿Qué suerte les aguardaba? ¿Quedaría satisfecho el pueblo de París con la muerte del rey Luis? ¿O se diría: “Su esposa todavía vive, y su hijo, a quien las naciones extranjeras llaman rey de Francia?”

Los días transcurrían con terrible lentitud en la gran prisión, cuya severa disciplina había sido mitigada un tanto, lo que permitía a la reina la visita de sus amigos, algunos de los cuales eran verdaderos hombres de acción, que sabían el peligro que amenazaba a María Antonieta y el que corrían ellos mismos por ser sus amigos. Pero todos eran valientes... todos, menos uno. El pensar en esta hermosa mujer inclinada bajo la guillotina, hacía estremecer su bravo corazón. Juraron, pues, salvarla, mas el cobarde no participó del mismo entusiasmo de sus camaradas.

En aquellos días existía un peligro mayor que todos los demás: el de ser tomado por sospechoso. Francia se había desembarazado de su rey, convirtiéndose en una república sin jefe, en la cual nadie se podía fiar de su vecino. El pánico se apoderó de los parisienses. Al solo rumor de que alguien se lamentaba de la muerte del rey, aquella persona iba irremisiblemente a parar a la guillotina. La sangre corría continuamente por la plaza llamada “de la Revolución”. Las esposas veían a sus maridos arrebatados de su lado, las madres a sus hijos; nadie estaba seguro. Era el reinado del Terror.

Y, sin embargo, en este estado de terror general, los amigos de María Antonieta, hasta el mismo cobarde, se dispusieron a arrancarla de la prisión. Hermosa acción, noble y audaz, que hace a aquellos hombres merecedores de la admiración de la humanidad entera y hasta disculpa al cobarde. No se trata aquí de discutir si María Antonieta merecía tanta abnegación, sino de la leal empresa de aquellos sus amigos, que no podían consentir tan horrible muerte en las calles y que, al intentar evitarla, corrían el riesgo de ser despedazados por la multitud. Debió de haber momentos solemnes en que hasta el mismo cobarde olvidaría sus temores.

Con este fin trazaron sus planes, y así un día fueron a visitar a la reina, a quien expusieron su decisión de salvarla, junto con sus hijos. Entonces el cobarde expuso sus temores; la reina se esforzó en animarlo; mas él, que era profesor, adujo argumentos para la demora, los cuales eran absolutamente lógicos; nadie que los oyera podía refutarlos, pues su argumentación era incontrovertible. Pero hay una cosa en el mundo que puede destruir la más sana lógica, ¡el curso del tiempo! Mientras el profesor argüía, el tiempo pasaba, y la ocasión de libertar a la reina se perdió.

Las naciones extranjeras, por entonces, habían declarado la guerra a Francia. Danton, uno de los reyes sin corona de esta nueva república, les había comunicado la respuesta:

-Puesto que los reyes de la tierra nos atacan, a sus pies arrojamos, en señal de desafío, la cabeza de un rey.

Y Francia se levantó en armas para defenderse de sus enemigos.

-¿Qué hacemos de la reina y de sus hijos? -se preguntaron los hombres del Terror. Entonces se aumentó el número de sus guardianes, haciéndose así imposible la evasión.

Pero los amigos de María Antonieta insistieron en su idea, sin la intervención del profesor. El peligro que corría ahora la reina era mucho mayor. El pueblo pedía su cabeza.

-¡Es esa austriaca la que nos ha traído la guerra! -gritaban por todas partes-. ¡Abajo la austriaca!

Entonces sus amigos se dijeron:

-Ahora o nunca.

Salvar a la reina con sus hijos era imposible; únicamente la reina sola hubiera podido escapar.

Desafiando el peligro, fueron, pues,, los bravos conspiradores a ver a la reina, proponiéndole la evasión. Ella los miró sorprendida, sin entender.

-¿Qué?, ¡dejar a mis hijos! -dijo la madre, con arrogancia y altivez, mirando a sus amigos-. ¡Imposible!

Pero la hermana del difunto rey habló encarecidamente a la reina aquella misma noche.

-Vos sois aquí la única que corréis peligro. Por el bien de vuestros hijos, debierais escapar. Un día vuestro hijo llegará a ser rey de Francia, y entonces, ¿no necesitará a su madre al lado suyo? Y mientras vos estéis oculta, hasta que esta tiranía haya desaparecido, yo haré de madre a vuestros hijos, los cuidaré con todo cariño. No es por vos por quien debéis hacerlo, sino por ellos.

María Antonieta escuchó, y respondió a su cuñada:

-Decís bien, huiré.

Aquella noche estaba la reina sentada con su cuñada a los pies de la cama del príncipe, que dormía. La madre miraba al niño, cuyo rostro, lleno de vida, reposaba sobre el fino almohadón.

La princesita, que estaba en el cuarto contiguo sin poder pegar los ojos, oyó toda la conversación de las augustas señoras.

-Permita Dios que este niño pueda llegar a ser feliz algún día -decía la reina mirando a su hijo.

-Estad segura, querida hermana, de que así será.

-La juventud, como la dicha, pasa volando -dijo la reina-. Nada en la vida es perpetuo y hasta la felicidad tiene su fin.

Luego púsose de pie y empezó a pasearse por el cuarto. La princesita escuchaba los pasos de su madre.

-Y a vos, querida hermana -dijo la reina-, ¿quién sabe dónde y cuándo os volveré a ver? -Entonces, deteniéndose, dijo-: ¡No! ¡No!, ¡es imposible! ¡Es imposible!

Este grito era el trasunto del sacrificio de María Antonieta.

No significaba que la fuga fuese imposible, sino que lo era abandonar a sus hijos. Su deber de madre había triunfado en su corazón. Más allá de los muros de la prisión, veía que la salvación y la libertad le hacían señas y la llamaban con dulces palabras; en cambio, dentro de aquellas custodiadas paredes avanzaba triste y sombría la sombra de la muerte, al compás del tictac del reloj.

De este modo, aquella pobre reina, que salió del lado de sus padres temerosa y llorando, cuando sólo era una niña de quince años, para ir a ser la esposa de un rey en tierra extranjera, donde, de carácter débil y ligero, había vivido la vida frívola del ambiente que la rodeaba; esta reina inconsciente, obligada a decidir entre su propia libertad o abandonar a sus hijos, renunció a la salvación y fue a la guillotina por amor a sus hijos. En este acto se portó sublimemente; quizá toda su vida habría sido también elevada y sublime si el llamamiento a lo más elevado de su ser hubiera sido tan determinado y fuerte como lo fue en aquellos dramáticos momentos.


Pagina anterior: EL PRECIO DE LA VICTORIA
Pagina siguiente: LOS PALENQUES GLORIOSOS