LOS DOCE MESES


Érase una vez una aldeana que había quedado viuda, con dos niñas. La mayor, que era hijastra, se llamaba Dobrunka; y la segunda, que poseía la misma perversidad de su madre, llamábase Zloboga. La aldeana adoraba a su hija, pero sentía por Dobrunka verdadera animadversión, por el único motivo de ser ésta tan bella como fea era Zloboga. La bondadosa Dobrunka, que ni siquiera se daba cuenta de su hermosura, no podía explicarse por qué su madrastra se enfurecía sólo al verla. La pobre niña era la encargada de hacer todas las faenas de la casa: lavaba, barría, cocinaba, cosía, hilaba, tejía, cortaba hierba y cuidaba la vaca; en tanto que Zloboga vivía como una princesa, lo que equivale a decir que no hacía absolutamente nada.

Dobrunka trabajaba a conciencia y recibía las reprensiones y los golpes como una mansa cordera. Pero nada era capaz de desarmar a su madrastra, porque cada día aumentaba la belleza de la hijastra y la fealdad de la hija.

“Helas aquí ya crecidas, pensaba la aldeana; los pretendientes no tardarán en venir; pero despreciarán a mi hija cuando vean a esta aborrecible Dobrunka, que parece se ha propuesto embellecer sin límite, a fin de contrariarme. Es preciso que a toda costa me desembarace de ella.

Un día, en el rigor del invierno, antojáronsele a Zloboga unas violetas.

-Vamos, Dobrunka, ve al bosque a buscarme unas violetas; me las pondré en la cintura y su olor me recreará.

-¡Jesús, qué idea, hermana mía! ¿Hay acaso violetas debajo de la nieve?

-Cállate, necia -respondióle la menor-, y haz al punto lo que te digo. Si no vas al bosque y me traes un ramo de violetas, te moleremos a palos.

La madre tomó a Dobrunka por un brazo, la echó fuera de la casa y cerró la puerta con dos vueltas de llave.

La pobre niña marchó hacia el bosque, llorando. Todo estaba cubierto de nieve; no se veía ni siquiera un sendero. Dobrunka se extravió; el hambre la mortificaba, el frío la hacía temblar, y rogó a Dios que dispusiese de su miserable existencia.

De repente distinguió en lontananza una luz. Camina, sube, y llega al fin a la cumbre de elevada peña. Allí encuentra un gran fuego, a cuyo alrededor había doce piedras, y en cada piedra, sentado, un personaje inmóvil, envuelto en una amplia túnica, con la cabeza cubierta por un capuchón que le caía hasta los ojos. Tres de estas túnicas eran blancas como la nieve, tres verdes como la hierba de los prados, tres doradas como las mieses maduras y tres de color violeta como racimos de uva. Estas doce figuras que contemplaban el fuego en silencio, eran los doce meses del año.

Dobrunka reconoció a Enero por su luenga barba blanca. La pobre niña acercóse y dijo con voz tímida:

-Permitidme, buenos señores, que me caliente a vuestro fuego, porque estoy helada de frío.

Enero hizo una señal con la cabeza.

-¿Por qué vienes aquí, hija mía? -le preguntó-. ¿Qué es lo que buscas?

-Busco violetas -respondió Dobrunka.

-No es la estación de ellas -dijo Enero con voz cavernosa-; no hay violetas debajo de la nieve.

-Ya lo sé -replicó tristemente Dobrunka-; pero mi madre y mi hermana me molerán a palos si no se las llevo. Decidme dónde podré encontrarlas, buenos señores.

Levantóse el viejo Enero, y llegándose a un joven de capuchón verde, entrególe el bastón que tenía en la mano, diciéndole:

-Hermano Marzo, eso te corresponde a ti.

Levantóse Marzo a su vez y removió con el bastón el fuego; y he aquí que la llama se eleva, y la nieve se funde, y las ramas de los árboles se cubren de yemas rojizas, y la hierba reverdece al pie de los zarzales, y las flores asoman por entre el verde follaje y las violetas se abren. Es la primavera que vuelve.

-Pronto, hija mía; date prisa a coger tus violetas -dijo Marzo.

Hizo Dobrunka un gran ramo, dio las gracias a los doce meses y corrió presurosa hacia su hogar. Calcúlese el asombro de la madrastra y la hermana. El olor de las violetas se esparció por toda la casa.

-¿Dónde has encontrado estas florezuelas? -le preguntó Zloboga con tono desdeñoso.

-Allá arriba en la montaña -respondió su hermana-. Hay como una gran alfombra azul, junto a las breñas.

Prendióse Zloboga el ramo en la cintura y ni siquiera dio las gracias a la pobre niña.

A la mañana siguiente, a la perversa Zloboga se le antojó comer fresas.

-Ve a buscarme fresas al bosque -dijo a su hermana.

-¡Jesús, hermana, qué idea! ¿Hay por ventura fresas debajo de la nieve?

-Cállate, necia, y obedece. Si no vas al bosque y me traes una cesta de fresas, te moleremos a palos.

La madre tomó a Dobrunka por un brazo, la echó fuera de la casa y cerró la puerta con dos vueltas de llave.

La pobre niña encaminóse al bosque de nuevo, buscando con afán la luz del día anterior. Tuvo la suerte de encontrarla, y llegó hasta donde estaba el fuego, helada y temblorosa.

Los doce meses se hallaban en sus puestos, silenciosos e inmóviles.

-Permitidme, buenos señores, que me caliente a vuestro fuego; estoy helada de frío.

-¿Por qué has vuelto? -preguntóle Enero-. ¿Qué es lo que buscas hoy?

-Busco fresas -respondió la niña.

-No es la estación de ellas -dijo Enero con su bronca voz-; debajo de la nieve no hay fresas.

-Ya lo sé -replicó tristemente Dobrunka-; pero mi madre y mi hermana me molerán a palos si no se las llevo. Decidme, buenos señores, dónde podré encontrarlas.

Levantóse el viejo Enero, y acercándose a uno de los hombres de capuchón dorado, le entregó el bastón, diciéndole:

-Hermano Junio, eso te corresponde a ti.

Levantóse Junio a su vez, removió el fuego con el bastón; y he aquí que la llama se eleva, y la nieve se funde, y la tierra reverdece, y los árboles se cubren de hojas, y los pájaros cantan, y las flores se entreabren: es el estío que retorna. Miríadas de estrellitas blancas esmaltan el delicado césped, y se convierten luego en fresas, que brillan dentro de sus verdes corolas, cual rubíes entre esmeraldas.

-Pronto, hija mía -dijo Junio-; date prisa a coger tus fresas.

Dobrunka se llenó el delantal, dio las gracias a los doce meses y corrió gozosa a su hogar. Imagínese la sorpresa de la madrastra y la hermana. El olor de las fresas se esparció por toda la casa.

¿Dónde has encontrado estas frutillas? -le preguntó Zloboga, con tono desdeñoso.

-Allá arriba en la montaña -respondió su hermana-; hay tantas que parece que la tierra está cubierta de sangre.

Zloboga y su madre se comen las fresas, y ni siquiera dan las gracias a la pobre niña.

Al tercer día, la malvada hermana quiso manzanas rojas. Las mismas amenazas, las mismas injurias, las mismas violencias. Dobrunka corrió presurosa a la montaña y tuvo la suerte de encontrar otra vez a los doce compasivos meses, que se calentaban al fuego, silenciosos e inmóviles.

-¿Otra vez tú, hija mía? -preguntóle el viejo Enero, haciéndole un lugar junto al fuego.

Y Dobrunka le refirió, anegada en llanto, que si no llevaba manzanas rojas a su hermana y a su madre, la matarían a palos entre ambas.

El bondadoso Enero repitió las ceremonias de la víspera.

-Hermano Setiembre -le dijo a uno de barba gris y capuchón violeta-; eso te corresponde a ti.

Setiembre se levanta y remueve el fuego con el bastón. Y he aquí que la llama se eleva, y la nieve se funde, y los árboles ostentan algunas hojas amarillas, que caen una tras otra a los embates del viento. Es el otoño. Las únicas flores que se ven son algunos claveles retrasados, y varias margaritas y siemprevivas. Dobrunka sólo reparó en una cosa: en un manzano lleno de sus rojas frutas.

-¡Pronto, hija mía, date prisa a sacudir el árbol -le dijo Setiembre.

Sacude y cae una manzana; sacude nuevamente, y cae otra fruta.

-¡Pronto, Dobrunka, pronto; regresa a tu casa enseguida! -gritó con voz imperiosa Setiembre.

La excelente muchacha da las gracias a los meses y corre gozosa al hogar. Imagínese el asombro de su hermana y su madrastra.

-¡Manzanas frescas! ¿Dónde las has cogido? -le preguntó Zloboga.

-Allá arriba en la montaña; hay un árbol con tantas, que está rojo como un cerezo en el mes de agosto.

-¿Y por qué no has traído más que dos? Sin duda te habrás comido las otras por el camino.

-¡Yo, hermana! Te aseguro que no las he tocado; no me han permitido que sacudiese el árbol más que un par de veces, y sólo han caído dos manzanas.

-¡El diablo te lleve, embustera! • grita Zloboga, iracunda.

Y descarga sin piedad una lluvia de golpes sobre su hermana, quien busca salvación en la huida, llorando sin consuelo.

La perversa joven probó una de las manzanas, y declaró que jamás había comido fruta tan exquisita y delicada. Su madre coincidió con esta opinión. ¡Qué lástima no tener más!

■-Madre -exclama de pronto Zloboga-, dame mi pelliza, que voy al bosque en busca del árbol; y que me lo permitan o no, lo sacudiré tan fuertemente, que todas las manzanas serán nuestras.

Quiere la madre hacerle algunas prudentes observaciones, pero los niños mimados a nadie escuchan. Zlogoba se envuelve en su pelliza, se echa el capuchón por la cabeza y corre en demanda del bosque.

Todo estaba cubierto de nieve; no se veía ni siquiera un sendero. Zloboga se extravía, pero la codicia y el orgullo la impulsan hacia adelante. Descubre un resplandor en lontananza, corre, trepa, y se encuentra a los doce meses sentados en sus piedras respectivas, silenciosos e inmóviles. Sin pedirles permiso, se acerca resuelta al fuego.

-¿Qué vienes a hacer aquí?, ¿qué quieres?, ¿adonde vas? -le pregunta secamente el viejo Enero.

-¿Qué te importa, viejo loco? -respóndele Zloboga-. No tengo por qué darte explicaciones de adonde voy y de dónde vengo.

Y, resuelta, se interna en el bosque.

Frunce Enero el entrecejo y levanta el bastón sobre su propia cabeza. En un abrir y cerrar de ojos el cielo se oscurece, el fuego se apaga, la nieve cae, el viento sopla. Zloboga no ve ya por dónde va; se pierde, y trata en vano de volver sobre sus pasos. La nieve cae, el viento sopla sin cesar. La joven llama con voz angustiosa a su madre, maldice a su hermana y a Dios. Y en tanto, cae la nieve, sopla el viento. Zloboga está helada, sus miembros se entorpecen, se siente desfallecer. Y el viento sigue soplando, y la nieve continúa cayendo.

La madre, en la casa, impaciente y temerosa al ver la tardanza de su hija, va desolada de la ventana a la puerta, de la puerta a la ventana; pero las horas transcurren y Zloboga no regresa.

-Es preciso -exclama al fin- que vaya a buscar a mi hija. Que no perezca abandonada, al lado de esas malditas manzanas.

Se cala su pelliza, se encasqueta el capuchón y corre hacia la montaña. Todo está cubierto de nieve; no se ve ni siquiera un sendero. Se interna en lo más espeso del bosque, llamando a su hija a gritos. Y en tanto, cae la nieve, y el viento sopla. Marcha con paso febril, vacilante, gritando con todas sus fuerzas; y el ciervo muge inclemente y la nieve cae monótona.

Dobrunka esperó vanamente toda la tarde y la noche; no volvieron ni la madre ni la hija. Por la mañana toma su torno, hila una rueca y nada: no hay noticia de las ausentes.

-¡Dios mío! ¿qué ha sucedido? -exclama anegada en llanto.

El sol brilla a través de una niebla glacial, la nieve cubría la tierra. Hizo Dobrunka la señal de la cruz y rezó un padrenuestro por su madre y por su hermana. Nadie las volvió a ver en la casa; pero al llegar la primavera, un pastor encontró sus cadáveres en el bosque.

Dobrunka quedó única dueña de la casa, del huerto, de la vaca y de un buen trozo de prado. Mas cuando una muchacha hermosa y honesta posee un buen campo debajo de su ventana, lo primero que suele presentarse en ese campo es un labriego joven y apuesto, que le ofrece honradamente su hacienda, su corazón y su mano. Dobrunka se casó muy bien; y los doce meses no abandonaron jamás a su protegida.

Dobrunka vivió muchos años, y fue siempre buena y dichosa.