EL CAFRE Y EL LEÓN


Regresaba un viejo cafre a la hacienda de su amo en el norte de Rhodesia, cuando sintió un rumor en la manigua que le heló la sangre en las venas. Un hombre blanco, extranjero, no habría sospechado lo que aquel continuo crujir de la maleza significaba; pero el cafre adivinólo, y tembló, palideciendo.

Un león lo seguía y vigilaba, como el gato acecha al ratón; pero no hallándose sin duda hostigado por el hambre, esperaba la caída de la noche para arrojarse sobre su presa.

Por desgracia las sombras se extendían sobre la tierra, la hacienda estaba lejos aun, y el anciano no disponía de más arma que un bastón en el que se apoyaba al andar.

¿Cómo librarse del peligro? El cafre paseó a su alrededor una mirada inquieta; mas no descubrió arbusto alguno de robustez y altura suficiente para protegerse contra el león. Pero mientras caminaba, el viejo negro iba meditando un plan, tan sencillo como osado, que ningún hombre blanco habría concebido.

Al llegar a una baja colina, que se alzaba suavemente por uno de sus lados, y terminaba de pronto en un profundo precipicio, subió a ella despacito, y se sentó en el borde de la roca. Volvió con disimulo la cabeza y descubrió al león que lo acechaba desde abajo.

No bien hubo anochecido del todo, descolgóse el viejo cafre de un saliente que había en el borde del abismo, y colocando sobre el bastón su chaqueta y su sombrero, elevólos por encima de la roca. El león había ido aproximándose entretanto, y cuando estuvo a distancia conveniente, se arrojó de un salto sobre el improvisado maniquí y cayó despeñado al fondo del precipicio, donde se desnucó. A la mañana siguiente tuvo el prudente cafre la inmensa satisfacción de llevarse la rica piel de su terrible adversario.


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