DAUKO, LA ISLA DEL CORAL


Dauko es como una isla de coral, cuyas costas, corroídas por las olas, adoptan fantásticos relieves cortados acá y allá por manchas de arena de plata. La brisa mece las cimbreantes palmeras desparramadas por la ribera, y desde todos los puntos se divisa un mar esmeralda que va adquiriendo tonalidades de zafiro, turquesa y ópalo, para incendiarse al anochecer con el oro del Sol poniente. Mientras escribo, va hundiéndose el Sol bajo las aguas. Por un momento flota sobre el horizonte como si se deleitase en el boato de su esplendor, y después, con su gran pompa, se hunde para ir a iluminar otras tierras. El cielo se cubre de tintes rosados; las ondas, rojas como las de un lago de fuego, doran las arenas de la playa. Tras el resplandor crepuscular, el mundo queda todo envuelto en sombras.

La hoguera pone su atracción hogareña sobre la playa; las palmeras recortan sus siluetas en la noche estrellada, y la canoa regresa a la costa. Las arenas de coral serán nuestro lecho; nuestro techo, los cielos resplandecientes; nuestra lámpara, la Luna. Los indígenas se reúnen alrededor del fuego y hablamos de las ciudades y de las gentes que se llaman civilizadas. Escuchan fascinados y quisieran verlo todo.

Ocho de la noche. Al abrigo de un paravientos hecho con las velas de las canoas, bajo el dosel estrellado de los cielos, hablamos a los indígenas de las gentes blancas del otro lado del mundo, de sus vidas atrafagadas, de sus maravillas, de sus comercios y de sus palacios.

Los leños arden. Mis hermanos indígenas escuchan, hipnotizados, los increíbles relatos que les hablan de grandes ciudades, de luces maravillosas, de teatros deslumbrantes, de ejércitos, de multitudes. El mar acaricia blandamente la playa...

Frank Hurley


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