El señor conejo y la señora zorra


Era el señor Conejo un animalito travieso y astuto, y tan insolente como una urraca. Continuamente gastaba pesadas bromas a sus vecinos, que en vano buscaban la ocasión de echarle mano. Un día dijo el señor Lobo a la señora Zorra, compañera de correrías. -Si esta noche no damos caza a ese animalejo y de él hacemos sabrosa cena, me avergonzaré de ser lobo. Mira, tú no tienes que hacer más que esto: vete a casa ahora mismo, métete en la cama, hazte la muerta y procura estarte muy quieta, hasta que venga el señor Conejo y se acerque a ti. Entonces échale la garra.

Así dicho, fuese la señora Zorra a casa, metióse en cama, y en tanto el señor Lobo se dirigió a casa del señor Conejo, y llamó a la puerta.

-Malas noticias, señor Conejo -le dijo el señor Lobo-; la pobre señora Zorra ha muerto esta mañana y yo he salido a ocuparme de su entierro.

Alejóse el señor Lobo, y el señor Conejo, curioso por saber de cerca lo ocurrido, se fue a casa de la señora Zorra. Atisbo por la puerta y la vio tendida en la cama, tan rígida como un palo y tal como si estuviese muerta. Pero como el señor Conejo no tenía pelo de tonto ni se dejaba engañar tan fácilmente, exclamó en alta voz y como si hablase consigo mismo:

-¡Pobre señora Zorra! Parece mentira que haya muerto; pero así es, desgraciadamente. Lo mejor que puedo hacer es sentarme aquí hasta que vayan llegando los vecinos. Pero, vamos, no puedo creer que haya muerto, si es verdad lo que he oído decir de que las zorras, después de muertas, se quedan meneando una pata trasera.

Al oír esto, la señora Zorra juzgó que tenía que hacer ver que estaba verdaderamente muerta, y se puso a menear la pata.

Violo el señor Conejo y salió de allí como un rayo, y no paró de correr hasta que llegó a su casa.

Aquella noche el señor Lobo y la señora Zorra no tuvieron otro remedio que acostarse sin cenar.


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