La pintura impresionista y sus principales valores


Dice André Malraux, hablando del impresionismo, que con él la pintura empieza a ser un lenguaje independiente de las cosas representadas. Esta observación sirve como clave para interpretar un aspecto de toda la pintura que siguió a esa escuela y que desembocó en el arte no-figurativo; pero aplicada al impresionismo tiene una validez parcial, porque en él la pintura continúa supeditada estrechamente a los objetos naturales. La diferencia del lenguaje impresionista con respecto al de los románticos o de los realistas deriva principalmente de su nuevo modo de mirar la Naturaleza fijándose especialmente en la acción que la luz ejerce sobre las cosas. Sus observaciones corresponden a descubrimientos científicos debidos principalmente a Chevreul (1839), Helmholtz (1878) y O. N. Rood (1881), en virtud de los cuales se estableció el círculo cromático, basado sobre el hecho de que la luz está compuesta por todos los colores y que éstos mantienen entre sí relaciones constantes que pueden imitarse con la pintura. Como los impresionistas pintan al aire libre, recogen directamente del natural y llevan a sus lienzos infinidad de juegos de luz, combinaciones y contrastes de colores que sus ojos, abiertos por los nuevos descubrimientos, captan fácilmente. Ven así que en la Naturaleza las sombras no son negras sino compuestas de varios colores; que un verde se puede imitar con pinceladas azules y amarillas puestas una al lado de la otra; se sabe que el amarillo mezclado con el azul produce el verde, pero los artistas descubrieron además que si se colocan, muy próximos entre sí, puntos amarillos y puntos azules, y se los contempla desde distancia razonable, el ojo humano percibe juntos ambos colores, de modo que la impresión recibida es que se trata del color verde; por ejemplo, un blanco cuando se halla cerca de un rojo tiende a volverse verdoso. Ése es el modo como el ojo humano aprecia los efectos de color cuando se observa una pintura a distancia. Con estas y otras nociones la paleta impresionista se enriquece enormemente, y es tal la dedicación que ponen los pintores en documentar las sensaciones inmediatas de la luz, que las formas de sus cuadros llegan a tener menos importancia que el color, y las figuras humanas se convierten en elementos del paisaje. Es fácil imaginar qué sorpresa debieron de causar al espectador estos cuadros en los que las siluetas aparecen como simples manchas de color y una pradera se representa con pinceladas azules, amarillas, lilas... Sin embargo, ahora estamos perfectamente acostumbrados a ver estos lienzos.

La división de los colores es más visible en los paisajes que en las escenas de interior, como puede observarse en los cuadros de Camilo Pissarro (1830-1903), Claudio Monet (1840 -1926) y Alfredo Sisley (1839-1899), quienes se revelaron principalmente como paisajistas.

Estos tres pintores y, además, Juan Federico Bazille (1841-1870), Augusto Renoir (1841-1919) y Pablo Cézanne (1839-1906) se encuentran en París hacia 1862. Al año siguiente ellos y muchos otros pintores organizaron un Salón de Rechazados, al que envían los cuadros que no fueron admitidos en el Salón Oficial. Allí Eduardo Manet (1823-1883) expone su famoso Almuerzo campestre, que causa tremendo escándalo, y desde entonces el grupo de pintores jóvenes se agrupa en torno a él considerándolo jefe de la escuela. El gran desarrollo de la pintura impresionista acaece después de 1872 y siempre tiene como centro París. El título del cuadro de Monet, Impresión, sol levante, les hace recibir el nombre de impresionistas. Realizan varias exposiciones juntos y luego se desbandan sin perder, sin embargo, las características que los constituyen en escuela. Uno de los pocos que permanecen en París es Edgardo Degas (1834-1917). Sus cuadros presentan enfoques muy nuevos en los que se ve la influencia de la fotografía. Manet quedará siempre como uno de los más importantes de los impresionistas, y sus cuadros bastan para cubrir la etapa entre el realismo del siglo xix y la liberación de la pintura.