SANCTI SPIRITUS


Corría el año 1527, cuando, el 9 de junio, Sebastián Caboto fundó en la confluencia del río Tercero o Carcarañá con el Paraná, el fuerte de Sancti Spiritus, primera colonia española del Río de la Plata.

Allí dejó, bajo las órdenes de Ñuño de Lara, una guarnición de ciento diez hombres, en perfecta armonía con los temibles indios timbúes.

Entre los soldados que guarnecían el fuerte, había un tal Sebastián Hurtado, con su esposa Lucía Miranda, hermosísima española que lo acompañaba a todas partes con valentía.

La belleza de Lucía deslumbró a Mangoré, cacique timbú, quien quiso apoderarse de ella.

A tal fin, despertó en los indios el deseo de recobrar su entera independencia, para lo cual habría que exterminar a los blancos, una vez quebrada su fortaleza.

-Ya es tiempo -les decía-, los blancos no desconfían y es fácil la sorpresa. Caeremos sobre ellos y morirán todos, sin excepción, en nuestras manos.

-¡Quemaremos la fortaleza! -aulló la horda.

-Primero la matanza y robar las mujeres y los niños -ordenó el feroz Mangoré-; luego internarlos en los bosques, por si nos persiguen.

Entretanto, su hermano Siripo, que se sentía también enamorado de Lucía, esperaba la oportunidad de arrebatarle la codiciada presa.

Decidido a raptar a la española, preparó Mangoré una horrible traición. Aprovechando una oportunidad en que salieron del fuerte, para procurarse víveres, gran parte de sus defensores al mando de uno de los capitanes, se presentó como amigo, seguido de treinta indios cargados de subsistencias. Afuera, escondido en la maleza, esperaba órdenes Siripo, al frente de numerosa horda.

Sin sospechar los ocultos designios del cacique, recibió el donativo, muy atento y agradecido, el jefe español. Con castellana generosidad acogió a Mangoré y a su séquito bajo su mismo techo.

Cuando, ya entrada la noche, el sueño rindió a los españoles, en el silencio y las sombras, Mangoré cambió sigilosamente sus señas y contraseñas con su hermano Siripo, hizo prender fuego a la sala de armas y abrió las puertas del fuerte. Los guerreros de Mangoré y de Siripo cayeron sobre los españoles incautamente dormidos.

La escena fue horrorosa. Los desventurados conquistadores morían sin poder defenderse, escuchando los gritos de sus mujeres y de sus hijos.

Mangoré, harto de sangre, corría por todas partes buscando a Lucía; la encontró paralizada de horror. El ruido del combate y los ayes de agonía la habían despertado sobresaltada. La infeliz mujer quiso esconderse, huir, pero sus pies estaban como clavados en el suelo y sólo consiguió caer de rodillas implorando el favor de Dios.

En aquel momento llegó Mangoré, vio a Lucía y, arrojando la tea resinosa que llevaba en la mano, se precipitó sobre ella y la sujetó entre sus nervudos brazos.

Aún quiso resistirse la española, pero el cacique levantóla como una pluma, la cargó sobre sus hombros y, sin parar mientes en sus gritos, echó a correr para salir de la fortaleza, saltando por encima de los cadáveres como una fiera, con la desmayada presa a cuestas, al par que ordenaba a los suyos:

-¡Acabad con todos, y que no quede ni señal del fuerte de los blancos!

Ya transponía triunfante los límites del reducto cuando cayó herido de muerte abrazado a la desdichada mujer que raptaba.

Siripo quedó entonces dueño del campo. En su poder quedaron los sobrevivientes: algunos niños y las mujeres. Entre éstas se hallaba Lucía Miranda, inocente causa del desastre. El cacique ordenó que se los internara en la espesura de la selva cercana.

Los primeros rayos del sol bañaron los cuerpos de los soldados víctimas de los timbúes y los escombros del fuerte, todavía humeantes. En las márgenes del Paraná y del Carcarañá todo estaba silencioso y tranquilo. Nada hacía sospechar el horrible drama padecido aquella noche, cuando regresó la partida y con ella el capitán Sebastián Hurtado; su dolor fue tan grande como su sorpresa cuando, después de encontrarse con ruinas en lugar del baluarte, buscaba a su mujer y sólo hallaba despojos de muerte.

Luego que supo la cautividad de su esposa, Hurtado no dudó un punto entre los extremos de morir y rescatarla. Precipitadamente se escapó de los suyos y, al ir recorriendo campos y espesuras, cayó en poder de los indios, y, conducido a presencia de Siripo, fue muerto a flechazos.

Lucía, que no accedió a ser esposa del bárbaro cacique, quedó en poder de las indias de la tribu, quienes, celosas de su belleza, la entregaron a las llamas de la hoguera.