EL PASTOR DE IDIOMAS


Por las praderas escocesas de Dunkitterik, detrás de su humilde rebaño formado por unas pocas ovejas, erraba un pastorcillo llamado Alejandro. Estaba el niño sujeto a la dura ley de la pobreza, pero se distinguía de los demás pastores en que no le atraían los juegos ni los entretenimientos propios de su edad.

Un día, el preceptor de la comarca, el mismo que le había enseñado a leer, le regaló un libro iluminado con hermosas estampas. Alejandro no cabía en sí de alegría; guardó el regalo como una reliquia en su zurrón y, desde ese día, no desperdició oportunidad para deleitarse en su lectura.

Una tarde, mientras estaba leyendo a la sombra de un árbol, pasó un caballero a quien despertó curiosidad la escena de aquel pastorcillo tan alejado de la realidad en un viaje fuera del tiempo y del espacio.

-¿Qué lees? -le preguntó.

El niño le mostró, un poco asustado, la portada del libro.

-¡Ah, muy bien! -prosiguió el caballero-, veo que te entretienes con provecho. Pero, siento decirte que, por tu distracción, el rebaño se te ha ido al otro lado del valle.

-¡Ay, señor, mi padre me castigará! -y ya emprende la carrera en busca de sus ovejas, cuando lo detiene el caballero para decirle, sonriendo:

-Vivo cerca de aquí, en la casa de piedra; si deseas leer otros libros puedes visitarme. Te prestaré muchos...

Así, a consecuencia de aquel ofrecimiento, el niño se transformó en el conquistador del maravilloso mundo del conocimiento; y se fue convirtiendo en un muchacho de gran penetración en el campo del estudio. Sus únicas herramientas fueron la voluntad de saber y el talento.

Al cumplir los dieciséis años ya descifraba con bastante desenvoltura los textos de Tito Livio, Horacio, Demóstenes, César y Ovidio, y el contacto con los autores de la antigüedad le infundió confianza en su capacidad.

Piensa en su porvenir y decide dedicarse a la enseñanza, así estará en relación con los cultores del espíritu. Después de dominar los idiomas antiguos, dedica su tiempo libre a aprender las lenguas modernas: entran en sus planes inmediatos el francés y el alemán, luego el dialecto de Gales y después las lenguas de Oriente. Con el tiempo, pocos fueron los idiomas que le resultaron desconocidos.

Alejandro Murray, el simple pastorcillo de la campiña de Dunkitterik, se convirtió, por sí solo, en un estudioso formidable, en un trabajador afiebrado que le roba al sueño las mejores horas para ahondar en sus investigaciones y aumentar así el caudal de su sabiduría. Su autoridad de filólogo se extiende por Europa. Antes de los treinta años ha lanzado al mundo una gran variedad de comprobaciones lingüísticas, a cuya resonancia su nombre cobra más alto relieve. En esa época da a conocer dos libros fundamentales: Historia de las lenguas europeas y Bosquejo de filología oriental.

Fue entonces cuando la Universidad de Edimburgo lo llamó para ocupar la cátedra de lenguas orientales. Acababa de cumplir treinta y seis años y era el profesor más joven que había alcanzado un honor semejante.

Pero Alejandro Murray, el antiguo pastor que alcanzó la celebridad por amor al estudio, no pudo gozar del éxito alcanzado, pues falleció al año siguiente, a causa del agotamiento provocado por el exceso de trabajo.