El general don Juan Antonio Lavalleja, jefe de los treinta y tres orientales


Artigas se había retirado a Paraguay, presa del desaliento provocado en su alma sincera y leal por las persecuciones constantes de que había sido objeto y por el desconocimiento de la desinteresada elevación de sus propósitos.

Alejado él, los portugueses pudieron, sin mayores esfuerzos, posesionarse tranquilamente de lo que se llamaba entonces la Banda Oriental.

Emigrados en su mayoría en Buenos Aires, los elementos constitutivos de las falanges artiguistas, en un ambiente popular que podía considerarse como el suyo propio, pues eran descendientes de una misma raza, vagaban inactivos por las calles, buscaban los centros comerciales amigos, uruguayos o bonaerenses, y allí se reunían a conversar de la patria ausente, del invasor que en ella dominaba, de la manera de combatirlo y vencerlo, tratando de reunir hombres, armas y dinero para la empresa, y dando esto origen a los más descabellados planes de invasión.

Un día, al fin, después de numerosas tentativas, se convino en el misterio un plan inaudito, cual era invadir a la Banda Oriental con un grupo de hombres casi sin armas, con escasísimos recursos de otro género, y con discutidas o problemáticas connivencias dentro del país.

El jefe de ese grupo de hombres era don Juan Antonio Lavalleja, hijo del departamento de Minas, valiente oficial de Artigas en sus primeras campañas y a quien aceptaban todos para dirigir la empresa. Se lanzaron al azar, cruzaron el río y pisaron la playa de la Agraciada, donde, bajo aquel cielo que era el suyo, en aquel suelo que era su suelo, juraron rescatar aquel territorio o morir en !a demanda.

Independencia o muerte era su divisa, que no representaba una vana promesa, sino una firme convicción, la consagración de una locura por la suprema abnegación y el heroísmo.

Aquel grupo de treinta y tres hombres realizó una cruzada admirable; eran rasgos de leyenda, milicias ardorosas que se lanzaban contra tropas disciplinadas, a las que vencían; caballerías campesinas que se derrumbaban sobre los cañones a cuyos servidores pretendían acuchillar, o sobre cuadros formidables de infantería que se proponían romper, y que rompían muriendo.

Esa cruzada, que desde su iniciación estuvo henchida de rasgos de epopeya, grabó en la historia de Uruguay combates como los de Sarandí y Rincón; y finalmente, allá en Florida, sobre la Piedra Alta, provocó aquel acto valiente del 25 de agosto de 1825, que rompió todos los vínculos del vasallaje y creó así el primer gobierno propio, confiado a don Joaquín Suárez.

En esa epopeya Lavalleja fue siempre el guerrillero ardoroso que marchó al frente llevando a la victoria sus legiones, audaz, valiente, con un profundo amor al suelo natal.