¿Por qué andan los relojes?


La gran ley de la conservación de la energía, a la que nos referimos con tanta frecuencia, nos facilita la contestación a esta pregunta. El muelle contiene energía, que transmite gradualmente a las ruedas del reloj, para hacerlas girar y mover las manecillas que están a la vista. Al cabo de algunas horas, o acaso de algunos días, el reloj se para, porque se ha agotado la potencia o energía que contenía el resorte. Esta energía ha sido empleada en mover las ruedas, los engranajes y las manecillas del reloj y vencer el rozamiento de los ejes de estos elementos mecánicos y la resistencia del aire encerrado en la máquina.

Como de la nada no puede salir potencia o energía, llegará siempre, tarde o temprano, un momento en que será preciso renovar la provisión de energía contenida en el reloj, sea cual fuere su clase.

Esta potencia le es comunicada al muelle al darle cuerda; le damos cuerda valiéndonos de nuestros músculos, y al hacerlo consumimos fuerza producida por los alimentos, los cuales, a su vez, la sacaron de la luz del Sol; de modo que, en definitiva, el Sol es el que hace andar al reloj. Al dar cuerda a un reloj, experimentamos cierta resistencia, como si algo tendiera a oponerse al movimiento giratorio de la llave: si la cuerda está agotada por completo, la primera vuelta no requiere casi esfuerzo por parte de nuestros dedos, pero la última cuesta mucho más. Lo que hacemos es, ni más ni menos, arrollar estrechamente un resorte; el resorte se va desarrollando luego de una manera uniforme, mediante lo que se llama un regulador o péndola, y de ese modo transmite a las ruedas del reloj la energía que le hemos comunicado. Sólo podemos decir que, al arrollarse el resorte, el estado de tensión o compresión en que se hallan sus distintas partes responde a algo equivalente a la energía, que es transformable en cualquiera de sus múltiples formas.