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ABANICO

EL ABANICO EN GRECIA, ROMA Y AMÉRICA


Los antiguos griegos tenían abanicos de varias clases: el miosoba, espanta-moscas; el ripis y el psigma, refrescador o abanico. Considerábase entre los griegos como una muestra de señalada atención el abanicar un recién casado a su desposada durante el sueño, y este acto de atención era tan estimado que bastaba para alcanzarle el perdón de cualquier falta cometida. Cuando salían a paseo, les llevaban en cestas los esclavos abanicos a donde quiera que iban. Los psigmas eran de loto, palma y otras hojas. Con la introducción de los pavos reales en Grecia el siglo y a. d. C., penetraron también los abanicos de pluma de la cola de pavo real. En Atenas consideraban las mujeres al abanico como al cetro de la hermosura. Los clásicos hacen a menudo referencias a este instrumento de aireación. Eurípides, en su tragedia Elena, presenta un eunuco que cuenta con todos sus pormenores el cómo, según la costumbre frigia, había estado abanicando la cabellera, los brazos, el pecho... de la bella esposa de Menelao. El abanico del Gran Sacerdote de Isis, cuando el culto de esta divinidad empezó a propagarse por Grecia, era semicircular y de plumas de diferentes longitudes: un esclavo tenía a su cargo el agitarlo en los momentos oportunos.

El abanico rígido fue conocido de los latinos, que lo llamaban flabelo (flábéllum; diminutivo flabellulum). Las matronas romanas no lo tenían en menos estimación que las griegas los psigmas; pero no eran manejados por ellas, sino por sus esclavas. Una dama elegante de Roma no salía nunca sin ir acompañada de una flabelífera Los poetas romanos, —Ovidio, Terencio, Propercio— aluden frecuentemente al abanico, y en los diseños de los antiguos vasos se ve la extensión que había tomado la moda. Los abanicos construidos con delgadas tablillas de maderas odoríferas tuvieron gran aceptación. Los romanos, en sus convites, hacían que esclavas, lindos muchachos o eunucos, colocados detrás de los comensales, estuviesen agitando constantemente el aire con los flabelos, para producirles una brisa refrescante y librarlos de la incomodidad de los insectos en los días de calor. Léese en Suetonio que el emperador Augusto tenía un esclavo cuyo único oficio era abanicarle mientras dormía; costumbre que se conserva actualmente entre los pueblos malayos, en donde se ve a menudo a los esclavos de los sultanes y de los dattos dedicados al servicio del paipai, o sea abanicando a sus señores. Abanicos más ligeros, conocidos con el nombre de muscaria, semejantes a los miosobas griegos, se usaban en Roma para espantar las moscas y ahuyentarlas de las personas, o bien de los alimentos y de las ofrendas de los sacrificios; y otro género tosco, semejante a nuestros sopladores, servía para avivar el fuego de los sacrificios: origen de las expresión latinas abanicar la llama de la esperanza, del amor o de la sedición.

En la Edad Media, los abanicos eran verdaderos flabelos de plumas de pavo real, como los griegos, y de avestruz, de papagayo, de faisán, etc., sujetas a un mango de oro, de plata o de marfil: las damas los colgaban de la cintura por medio de una cadenita de oro, y eran tan estimados, que ellos solos constituían uno de los comercios más lucrativos de los mercados de Levante, de donde eran exportados a Venecia y a otras ciudades de Italia. En la catedral de Monza se conserva el flabelo o abanico de la reina Teodolinda, casada en 588 con Antario, rey de los lombardos: es de plumas pintadas y montadas sobre un mango de metal esmaltado. Durante el reinado de Isabel de Inglaterra se confeccionaron flabelos de plumas, fijas alrededor de un círculo de madera y en su mismo plano, del que salía un mango torneado. Un hilo que pasaba por las barbas de las plumas contribuía a mantenerlas en posición. Otros flabelos consistían en dos vistosas alas de pájaros, adosadas por su parte convexa. Los retratos de la época representan a las damas con abanicos de esta clase. En Inglaterra usaron entonces flabelos de plumas, tanto las señoras como los caballeros, y los mangos solían ostentar ricas incrustaciones y piedras de gran precio. Era moda entre las señoras llevar colgando de la cintura un espejito asegurado a una cadena de oro; pero el espejo pronto perdió su independencia, y pasó a formar parte de las incrustaciones de los flabelos, encadenados a su vez y pendientes también de la cintura. Cuando leyeron a la Condesa de Essex su sentencia de muerte, llevaba uno de estos, con el cual se cubría la cara durante la lectura. La reina Isabel poseía nada menos que 28, regalados en su mayor parte por sus cortesanos: uno de ellos valía 2000 duros.

La necesidad de procurarse corrientes refrigeradoras, haciéndose sentir apremiantemente en todos los países tropicales, ha debido dar origen en todos a instrumentos semejantes o análogos al paipai chino, al psigma griego o al flabelo romano; y, con efecto, así lo demuestra la historia. Entre los obsequios enviados a Hernán Cortés por Motezuma había seis abanicos de plumas de diferentes colores, cuatro montados sobre 10 varillas, uno sobre 13 y el otro sobre 37, incrustadas de oro.

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