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ABAD

ORIGEN DE LA JERARQUÍA DE LOS ABADES


Los abades, como superiores de los monasterios, no fueron conocidos como institución hasta el siglo iv de la Iglesia. En aquella época los monjes eran seglares consagrados a la oración y al trabajo manual, y, por tanto, al elegir abad que los gobernara, lo tomaban más bien de entre los legos que de entre los clérigos.

Eusebio, en su Historia Eclesiástica, no menciona a los monjes; pero, al hablar de las personas varones o hembras que hacían vida austera aspirando a la perfección, trata de Narciso, obispo de Jerusalem, que a fines del siglo ii se retiró al desierto y pasó algunos años entregado a la soledad y a la contemplación. Considerase a San Antonio (250-355) como al patriarca de los monjes. Por sus muchos y numerosos discípulos se sabe que los veinte años siguientes a su retiro del mundo hizo vida completamente solitaria, consagrado exclusivamente a su perfeccionamiento espiritual. Sólo las instancias de quienes deseaban ser instruidos por él le decidieron a salir de su retiro y a aceptar la dirección de los que le tomaran por maestro y guía de conducta. De esta sumisión arranca el principio de la santa obediencia.

“Si vosotros, hombres de endeble y enferma voluntad, queréis adquirir mi incontrastable fuerza espiritual, haced lo que me aconseja mi experiencia y no me preguntéis por qué.”

San Poemen, famoso abad egipcio del siglo iv, decía a sus discípulos: “Jamás queráis hacer vuestra voluntad; antes bien, solazaos en subyugarla y en hacer la de los mejores; que nada regocija más al enemigo que el espectáculo de quien oculta sus tentaciones a su director.”

Sedientos, pues, de perfección muchos desgraciados, y huyendo además de las persecuciones del Imperio, penetraron a fines del siglo iv en los desiertos que circundan el valle del Nilo para vivir allí en comunidad bajo la dirección de hombres acreditados en el vencimiento de las pasiones. A esta superioridad debieron su fama San Pacomio, San Hilarión, San Macario y tantos otros.

“Divinos coros, dice San Atanasio, resuenan en las montañas, tabernáculos de regocijo en las cosas que han de venir, donde todo es amor y armonía, de los unos para los otros, y todo trabajo es caridad, oración, ayuno, estudio y canto.” Tales fueron los efectos do las predicaciones del abad San Antón en los primitivos Padres del desierto.

Así, pues, los primeros abades, lo mismo que los monjes a quienes gobernaban, fueron seglares. Lo primero era el dominio de sí propio, —el monje: lo segundo el encargo de dirigir—, el abad. Por lo tanto, en las grandes colonias monásticas de Palestina y de Egipto existía sólo algún que otro sacerdote para la celebración de los divinos oficios. Pero pronto hubo de acrecentarse el número de monjes ordenados, porque los obispos tenían verdadera satisfacción en conferir las órdenes sagradas a varones de probada abnegación y que habían logrado extinguir en sí todos los apetitos desordenados del egoísmo. Luego hubo de exigirse la ordenación de los abades como regla general; pero, aun en el siglo ix, muchos abades eran simplemente diáconos, hasta que el concilio de Poitiers, en 1078, estableció que loa abades habían de recibir las órdenes sacerdotales, so pena de no poder ejercer el cargo o ser desposeídos de él.

Claro es que este carácter laical de los primitivos abades y anacoretas no tiene nada que ver con el de los magnates y ricos que, anclando los tiempos, fundaban Monasterios sólo para eximir sus tierras de tributos; por lo cual eran apodados con el nombre de PSEUDO-ABADES.

Los monjes originariamente elegían sus abades, en virtud del principio Fratres eligant sibi Abbatem. Los obispos intervenían a veces en estas elecciones, pero el derecho de los monjes estaba solemnemente reconocido.

Los príncipes y señores temporales asumieron con el tiempo el derecho de nombras abades y obispos para las sedes vacantes; pero la Iglesia logró al fin poner término a esta usurpación de las facultades eclesiásticas. En el concilio de Worms (1122), el papa Calixto logró la renuncia del derecho que se atribuían los emperadores de dar a los obispos y abades la investidura de sus derechos feudales por medio del báculo y el anillo.

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